EL SECUESTRO
Por José Dávila A.
-Era un engendro del mal. Un monstruo de la naturaleza.
“Yo soy quien quito o perdono la vida…” -me siseaba con regodeo al oído con voz cavernosa que me estrujaba el corazón: era demoniaca, mil veces malévola y amenazante, mientras la boca del cañón de su pistola oprimía mi frente. Entonces empecé a rezar…
Su cuerpo era deforme, un aborto del demonio. Jorobado, escaso de estatura, regordete, con una pierna más corta que la otra, manos con nudillos amoratados y la cabeza rapada y cuadrada soldada al torso. Su rostro era el vivo retrato de Satanás: frente amplia, tuerto del ojo izquierdo, nariz aplastada, labios carnosos y babeantes. Sus orejas deformes, aplastadas, semejaban dos pozos sin fondo. Una profunda cicatriz se hundía en su mejilla derecha, resaltando la cuenca de su ojo derecho que centelleaba como fuego vivo, su sonrisa, era una sonrisa grotesca, plena de sadismo.
-Yo mato o no mato… –insistió para subrayar con perversión- Soy el verdugo; soy el que tortura, decapita o te deja ver otra la calle. Tú decides…”. Ahora su cara se había transformado; era de una hiena hambrienta y la mirada de buitre al acecho...
Estaba secuestrado. Me había capturado una banda de maleantes cuando me dirigía a mi trabajo, y jamás me percaté adónde me llevaron. La acción fue tan fulminante que no me alcanzó voz para protestar. Cuatro brazos me inmovilizaron y me aventaron al interior de un automóvil como un fardo. En segundos había desaparecido; en segundos había extraviado mi vida, mi familia, mi profesión. Con violencia me tiraron al suelo, vendaron mi ojos y amarraron brazos y pies. Nadie pronunciaba una palabra para no delatarse, mientras el vehículo daba vueltas y vueltas a fin de desorientarme. No tenía la menor duda que se trataba de profesionales.
Ignoro cuánto tiempo transcurrió cuando llegamos a la casa de “seguridad”. De igual forma, con sorprendente facilidad me sacaron y me encerraron en espacio amplio y vacío. El eco de las pisadas así lo indicaba. Después me dieron un celular para que hablara a mi familia y pidiera un rescate de tres millones de pesos. ¿De dónde demonios los iban a juntar?
Ante mi negativa, sin que se alteraran en lo mínimo, acordaron llevarme con el “verdugo”. Ahí me quitaron vendas y ligaduras para quedar frente a ese enviado del diablo.
Cuando por vez primera pegó su rostro al mío, se me revolvió el estómago, me dieron ganas de vomitar y me oriné en los pantalones. Con un dejo de ultimátum, pronunció despacio:”Tu pagas, te dejo libre; no pagas, sufrirás, gritarás, llorarás y quizá morirás. Tómalo o déjalo…”
Ante mi silencio, me agarró por la corbata y me arrastró a un sucio y maloliente cuartucho con las paredes descalichadas, alumbrado apenas por una pálida luz amarillenta de una lámpara de pie. Una mesa de ocote, un camastro y en una silla estaba un hombre atado y con un trapo metido en la boca. Era un individuo alto, corpulento, bien vestido y sin poder contener el pánico que le invadía. Transpiraba con dificultad y su mirada plena de horror suplicaba perdón. Hilillos de sudor corrían por todo su cuerpo: rostro, cuello, espalda, pecho y entrepierna. Su ropa estaba empapada de miedo. Temblaba, ¡vaya que sí temblaba!
-¿Entiendes ahora? ¡¿Dije que si entendiste, carajo?!
Con grandes esfuerzos asentí. Entonces, para convencerme, advirtió: “Jamás has visto la muerte, ¿verdad? Yo te la voy a enseñar; nunca me ando con rodeos”.
A continuación, con un fuete, empezó a lacerar el cuerpo de su prisionero que se encogía de dolor tras cada nuevo golpe. Al mismo ritmo de la paliza, le gritaba: “Te mandé muchos recados de que le pararas; te mandé dinero para que lo gozaras. ¡Jamás habías visto tanto billete junto! Mira nomás, que honradito me saliste. ¡Mírate! ¿Qué eres sin placa y pistola? ¿De veras te creíste lo que te dijeron en la academia? ¿Te creíste que ibas a luchar contra el mal por que tenías la ley en la mano? ¡Pobre pendejo, servirás de ejemplo para los demás!”.
Y sin más, retumbó un balazo. Con una sonrisa lasciva, el criminal le había perforado la pierna derecha.
-¿Qué piensas ahora? ¿En la escuelita? ¿En la justicia? ¿En qué te van a rescatar tus compañeros? Vaya iluso. ¡Mira, cabrón, mira este papel! El policía alcanzó al leer algunos nombres, algunos conocidos, otros no, pero sobre todo, leyó el de su capitán.
-Contra el narcotráfico nadie puede. ¡Está es la nómina de tus compañeros! Ellos si entendieron: no veo, no oigo, no hablo; como los monos sabios. Y mes a mes estiran la mano para recibir su paga. Menos tú: el hombre recto, ejemplar, honrado, limpio, el que iba a cambiar el mundo. ¡Pues mira tú mundo!
Otro estallido más, retumbó en lúgubre recinto. Otro aullido apagado del cautivo. Ahora su otra pierna también estaba perforada. Sentía como si el fuego estuviera consumiendo sus entrañas, mientras se desangraba ante la indiferencia de su brutal juez.
En la silla temblaba de dolor y espanto. Estaba aterrado. Se agitaba como si fuera un animal salvaje. En tanto, el frío cañón de la pistola del verdugo recorría sus partes nobles. Mudo, suplicaba con gruñidos que imploraban misericordia…
-¿Ahora quién es la ley…? –Dime policía de mierda, dime. ¿Quién manda en este barrio?
El tercer balazo ensordeció todos los sentidos del torturado: sus testículos eran una informe masa sanguinolenta. La agonía desapareció: se había desmayado.
-¡Ah qué la chingada! Ahora resulta que el cabroncito ya no siente. Ni aguanta nada. ¡Pues qué ya no despierte el pendejo!
Un cuarto balazo, tan sonoro como los demás con mensaje de muerte: una pared se cubrió de manchones de sangre y restos de la cabeza del inocente novicio.
Entonces desperté en un sillón de la sala de espera de mi dentista con el sudor corriendo por todo mi cuerpo. Temblaba, ¡vaya que sí temblaba!
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