ESTAMPAS DE LA CIUDAD
Por José Dávila A.
Prologo:
Un lujoso automóvil solitario estacionado bajo la fronda de un árbol.
En su interior se encuentra una persona que, entre sus brazos, esconde su rostro reclinado sobre el volante. Es un hombre joven, viste traje fino y en el dedo anular de su mano izquierdo destaca un anillo de compromiso; en la muñeca del otro abrazo asoma un costoso reloj de oro. A simple vista, no existe duda de que goza de una envidiable posición económica.
Primer día:
Los vecinos al pasar, con curiosidad disimulada, miran al interior del automóvil, pero no observan. Sin embargo, con ligereza, aprovechan la oportunidad de enjuiciar:
-Qué descaro de tipo: está dormido…
-Pobre, debe estar muy cansado…
-¿Cansado? ¡Vaya parranda que se habrá corrido! Menos mal que frenó el coche…
-¿Por qué no escogió otra calle para descansar? ¡Qué vergüenza! Voy a llamar a la policía.
-A lo mejor se extravió por la noche y el sueño lo venció…
-Este hombre no se despierta ni con las campanas de catedral. ¡Mira qué insolente forma de dormir!
-A mí se me hace que lo corrieron de su casa…
-¿Tú crees…?
-¡Por supuesto que sí!
Segundo día:
Al verle de nueva cuenta, la gente modifica su actitud:
-¡Pero qué descaro! Todavía sigue ahí…
-Si es el mismo tipo de ayer. ¡Uf, a de oler a diablos!
-La verdad que es un cínico.
-¿Y si está enfermo?
-¡Qué enfermo ni qué ocho cuartos! Está drogado…
-No, no le despiertes. Uno nunca sabe qué clase de gente puede ser.
-¿Por qué no? Ya es hora de que se vaya. ¡Este es un vecindario respetable!
-¡Déjalo! Al fin es su vida. ¿0 no…?
-Al menos movió uno de sus brazos…
-Claro, no tiene un pelo de tonto. Le sirve de almohada…
-Ah, pues sí…
Tercer día:
La crítica sube de temperatura:
-¿Todavía está el coche ahí?
-¡Seguro que lo corrieron de su casa! Debe ser un alcohólico sin remedio.
-Pero ya es mucho tiempo. Vamos a tocarle en la ventanilla…
-¡No lo hagas! A lo mejor es un traficante de cocaína…
-¿Quieres decir que puede ser un narco?
-A lo mejor sí; uno nunca sabe.
-¿Estará armado?
-Mejor vámonos, vámonos. No es cosa que nos incumba. ¡Allá él!
-Sí es lo mejor.
Tercer día hacia el mediodía:
El estruendo de dos sirenas rompe la paz del barrio. Una patrulla policiaca y una ambulancia se estacionan junto al misterioso coche. Descienden un par de uniformados y tras de ellos, dos paramédicos...
Alguien ha dado aviso.
La gente, fisgona, de inmediato sale de sus casas. Otros, con fingido recato, miran tras las cortinas de las ventanas.
Por supuesto, no faltan los imprudentes. Carcomidos por el morbo, se apresuran al lugar de los hechos para no perder detalle del misterioso hombre dormido Más tarde hilarán calenturientas versiones sin sustento
Los representantes del orden, sin problemas, abren la puerta delantera del conductor. El cuerpo no se mueve.
-¡Qué bárbaro, debe estar sordo! –reprueba una señora entrada en años, con vestido descolorido, delantal manchado de grasa, chancletas sucias y con la cabeza tupida de tubos de plástico para embrollar su canosa cabellera.
Los policías escriben con apuro en su cuadernillo de notas y de la bolsa interior del saco de aquel hombre sacan una cartera y descubren en su interior una identificación de arquitecto de una conocida empresa trasnacional y una fotografía familiar: una hermosa mujer abrazando a dos niños sonrientes.
Acto seguido, uno de los paramédicos, examina al conductor. Tras un detenido estudio, mueve la cabeza y con gesto de resignación informa a su compañero: “Paro cardíaco. No hay duda. ¿Cómo pudo detener el coche?” Segundos después los camilleros introducen al difunto en la ambulancia, en tanto que lo vigilantes sellan las puertas de vehículo.
Don Lencho, el carnicero de la esquina, con raída y sudorosa camiseta, impasible, mascando chicle con admirable velocidad, comenta con arrogancia:
-Se los dije: sin duda era un narco…
Epílogo:
Nunca se encontró el reloj de oro.
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