AMOR SIN ESPERANZA
NARRACIONES DE UN JUBILADO (IV)
Por Josè Dàvila Arellano
-¿Por qué ahora tan triste y pensativo, don Augusto? –preguntó su fiel camarada.
El decano periodista, se encogió de hombros mientras sus manos doblaban una carta. En su rostro se podía adivinar la sombra del desconsuelo. Un cigarrillo encendido pendía de sus labios, pero en esta ocasión no inhalaba; sólo dejaba que lentamente se consumiera en caprichosas espirales de humo.
Ahí, sentados, en la banca de siempre, estaban los dos ateridos de frio. Uno esperando, como siempre, escuchar una nueva aventura; el otro, con el alma rota.
-¿Se siente mal?
-No.
-¿Voy en busca de un doctor?
-No, no es necesario, gracias.
-¿Le duele algo?-insistía con notoria preocupación su amigo, quien insistente trataba de adivinar el mal que le aquejaba: “¿Acaso le duele una muela, padece reuma, dolor de estómago, artritis, molestias de lumbago? ¡Ah, ya sé! A los hombres de nuestra edad, la incontinencia es recurrente.
-¡No, no, no, nada de eso! ¡Estoy perfectamente sano!
-¡¿Entonces, qué diablos le pasa?!
Don Augusto, no soportó más y atajó con un dejo de reproche: “¿Alguna vez se ha enamorado sin esperanza, hasta el colmo de invocar la muerte?”
-Enamorado si, la muerte, ¡ni Dios lo quiera! –confesó rápido el inseparable acompañante, al tiempo que se persignaba con preocupación.
-Afortunado usted.
-Y usted... ¿sí?
-Sí, pero fui un cobarde –confesó sin rubor el Don.
-¿Por qué?
-Porque deseaba morir y no tuve arrestos para ello. Ahora estoy aquí, pagando mi penitencia, estrujándome el corazón y las tripas, porque la campana llama a muerto…
Atónito, el escucha se quedó mudo. No captaba el significado de aquella sentencia, pero intuía que debía guardar silencio. Así pues, respetuosamente se cuidó de no soltar más la lengua. La tarde se había tornado grisácea. Ráfagas de viento barrían las hojas de los terrosos andadores y la otrora luminosidad de aquel rincón jardineado, se había tornado en un lúgubre rincón.
-Así dice la carta –confesó don Augusto.
-¿Esa carta?
-Hoy llegó de mi pueblo.
-¿Y qué dice?
-Que la campana tañe a muerto. Y yo que pensaba que era otra carta de amor ¡No cabe duda de que soy un imbécil!
-No, don Augusto, por supuesto que no lo es. Usted es lo más importante que existe para mí. Usted es un hombre fuerte, sabio, experimentado ¡qué vaya que si ha caminado la legua! ¿En verdad está usted enamorado...?
-¿Es que por estar “rancio y arrugado” no se puede estar enamorado?
-De ninguna manera; para el buen amor no existe edad.
-Ahora que ya lo sabe, esperaba un mensaje de amor… ¡De amor prohibido! ¿Acaso el corazón entiende de edades?
-No, por supuesto que no. ¿Puedo saber cómo se llama ella?
Nuevo perturbador silencio. La noche se venía encima y don Augusto titubeaba en develar el secreto que había guardado a lo largo de toda su vida. Con la vista clavada en sus gastados zapatos, decidió confesar con acento doloroso: “Diana… Se llamaba Diana. Una hermosura de mujer, una auténtica diana cazadora: inquieta, temeraria, decidida, cándida, amorosa y de alma blanca. Montaba con envidiable soltura una imponente yegua alazana”.
-¿Y...?
-Me conformaba con verla de lejos.
-¿Y ella?
-Ella se comportaba de igual manera.
-¿Nunca se vieron de frente? ¿Jamás cruzaron una mirada?
-Jamás…
-¡No es posible, don Augusto!
-Nunca me atreví a verle los ojos –advirtió el Don-. Ella, tampoco se atrevió a posarlos en los míos. ¡Nunca una fugaz mirada de esperanza! En ningún tiempo. Sólo de lejos nos percibíamos de soslayo, hasta que nuestras siluetas se disolvían en nubes de polvo.
-Y de hablarse, ¡menos todavía!
-Así es; ni una palabra. Sólo el silencio…
-¿Tantos años?
-Toda la vida. Mire, entienda usted; ella, era hija de hacendado rico. Yo, empleado de establo, cepillaba su yegua. El patrón era bravo y con pistola al cinto. ¡Ay de aquel que viera de frente a la niña de sus amores, porque lo corría a palos, si es que antes no le metía una bala en el trasero! Sin embargo, no sé que vio ella en mí y dio inicio a un peligroso juego epistolar en donde ambos empezamos a confesar nuestras inquietudes y sentimientos. ¡Después se convirtieron en estallidos de locura! Nunca antes había escrito con tanta facilidad, con emoción y vehemencia las pasiones que me asaltaban, liberando así la angustia que oprimía mi alma.
-¿Y la señorita Diana, también?
-Ella escribía como si fuera un ángel. Sus palabras eran tiernas, delicadas, amorosas, tan claras y sinceras que siempre tranquilizaban mi espíritu. Eran mensajes que salían del fondo de su corazón, plenos de alegría, dolor y esperanza. Eran cartas que olían a jazmín y contenían pensamientos tan puros, que hasta el sol se ruborizaba y prefería ocultarse tras las nubes. Eran promesas de amor eterno…
-¿Qué sucedió después?
-El día que decidimos fugarnos, ella sufrió un accidente. La yegua perdió el tranco y se desplomó aplastando el cuerpo de su ama. La dejó muerta en vida. Prisionera en silla de ruedas. Fue entonces cuando me escribió su último mensaje. Se despedía de mí y me rogaba que me fuera lejos, adonde nunca supiera de mi, porque sufría al saber que me tenía tan cerca y a la vez tan lejos, advirtiendo que sólo sabría de ella cuando el campanario del rancho llamara a días de luto.
Don Augusto, sin más palabras, con discreción contuvo un par de lágrimas que nacían en sus ojos. Fingiendo fortaleza se incorporó, guardó en su bolsillo la carta, encendió otro cigarrillo y sin rumbo fijo, caminó lento, dejando tras de sí caprichosas volutas de humo.
Jamás volvió a visitar la banca de sus confidencias…
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