¡AQUÍ HAY UN MUERTO!
RELATOS DE UN JUBILADO (III).
-¿Qué me va a contar ahora don Augusto?
El viejo empezó a escarbar en su memoria: “¿Qué le contaré? ¡Le he dicho tantas cosas que ya no recuerdo cuáles han sido las últimas! Usted bien lo sabe: algunas han sido piadosas mentiritas y otras verdaderas, pero nos hacen revivir el pasado, quizá hasta tiempos mejores. Si me repito, dígamelo. A ver, déjeme recordar:.. ¿Acaso ya le conté lo del avionazo?
-No señor, no me lo ha contado, pero hágalo por favor
-¡Fue terrible!
-¿De veras...? ¿Qué tan terrible, señor?
“Bueno, vamos a ver por dónde empezar. ¿Cuándo fue...? No estoy cierto, pero quisiera pensar que el descenso del jet de Mexicana de Aviación sobre una de las pistas del aeropuerto internacional de la ciudad de México, se desarrollaba sin contratiempos. Ante el anuncio del capitán de la nave, era de presumirse que los pasajeros se alistaban para un aterrizaje normal.
Las primeras sombras del ocaso caían sobre el gran valle de la moderna Tenochtitlán. Nadie, absolutamente nadie, podría presagiar la tragedia que en cuestión de segundos iba a ocurrir. Discúlpeme que no recuerde la procedencia del avión ni el número de vuelo. Desde entonces, mucho tiempo ha transcurrido y aunque mi recuerdo enflaquece, créame, lo que viví aquella terrible noche aún la tengo grabada a fuego en mi corazón. Tanto así que las dramáticas escenas que devoré, todavía encienden mis peores pesadillas.
Todo empezó cuando, tranquilo, conducía el automóvil rumbo a casa. Nacían las primeras sombras de la noche. El trabajo había concluido A un lado reposaba mi eterna compañera de trabajo: la mochila en donde guardaba mis cámaras fotográficas. Cuando escuchaba música por la radio, de pronto se interrumpió la trasmisión para dar paso a una noticia de última hora. Ya sabe como son los locutores: tratándose de un suceso impactante, imprimen en su voz un tono sensacionalista: “¡Un Boeing 727 de Mexicana, al aproximarse al aeropuerto por el lado de Texcoco, se estrelló a escasa distancia de la cabecera de la pista que le habían asignado! ¡Las dimensiones del accidente aún no se pueden calcular, pero se prevén catastróficas!”
Alarmado, reaccioné de inmediato. Corregí el rumbo y me lancé en desenfrenada carrera hacia la terminal aérea. Como periodista no necesitaba de una orden expresa para cubrir la noticia. Era mi obligación, ¿me entiende? Se trataba de una emergencia y como tal reaccionaba. Conducía como un loco. En mi cabeza sólo existía un objetivo: llegar al lugar de los hechos. En casos de tal naturaleza, a los periodistas se nos veía como la peste. “Parecen buitres”, se nos criticaba. ¿No le molesta si fumo un cigarrillo? ¿No? Muchas gracias...”
Prendió el cerillo y después de aspirar la primera bocanada de humo, prosiguió:
“Al aproximarme a las límites de la estación aérea, tal como lo había imaginado, el tráfico se había congestionado. Entonces tras de mí, milagrosamente apareció una ambulancia con sus luces encendidas y la sirena aullando. ¿Puede creerlo? Sin dudar, me le “pegué” como estampilla. Si entraba a las instalaciones de la aviación civil, yo iría detrás. Nadie tendría tiempo para detenerme. Tal sucedió. En un santiamén dejamos atrás el resplandor del aeropuerto y su febril hormiguear, para sumergirnos en la oscuridad de la noche. Por momentos pensaba que el chofer de la ambulancia había equivocado el camino, sobre todo cuando el pavimento se acabó y rodábamos sobre un camino terroso.
De pronto, un olor penetrante, podrido, se hizo presente. Sin duda alguna, rondábamos ya los linderos de “El Caracol” de Texcoco, receptáculo de aguas negras. A lo lejos, el destello de luces azules y rojas, me avisó que se encontraban estacionadas un avispero de vehículos de auxilio. Cuando llegamos, ya no existía camino por dónde seguir. Frené el coche y apresurado descendí identificándome con el primer uniformado que me marcó el alto”.
“¡Prensa! –grité- El policía me examinó y advirtió: “Pues está allá”
“¡Adónde!”, pregunté.
“¡Allá!”, me respondió señalando un pequeño halo de luz.
“¿Qué es eso?”, volví a interrogarle.
“Un helicóptero que ilumina las tareas de rescate”, aclaró.
La luminaria apenas parecía una aguja rasgando por instantes lo que semejaba el telón del fin del mundo. A continuación dirigió el rayo de su linterna hacia adelante y pálidamente descubrió los rieles de una vía de ferrocarril. Se acercó a mí y me dijo en voz baja: “Camine despacio por los durmientes. No vaya a tropezar porque a ambos lados hay agua. No se vaya caer porque se puede ahogar y nadie se daría cuenta.”
“¿Cómo?”, le pregunté intimidado.
Entonces con toda naturalidad comentó: “Estamos a la orilla de un depósito de aguas negras, aguas de caño, de escusado, ¿me comprende? Allí cayó el avión.”
Ocultando mi desconcierto, con cautela le interrogué: “¿Y está muy hondo?”
“¿Se va a meter?”, preguntó con duda.
“¡Tengo que hacerlo!, respondí sin percatarme del alcance de mi decisión.
“Pues si se mete –advirtió el guardián- es muy peligroso. El agua le va a dar hasta el pecho o se puede hundir. “¡Ah! Se me olvidaba: Amárrese fuerte las agujetas de los zapatos porque se le pueden quedar atascados en el fango; caminar descalzo es un grave riesgo ¿Esta consciente verdad?”
De primera intención asentí, ¡pero no estaba consciente de nada! Como queriendo aparentar seguridad, no me quedaba otro remedio más que aceptar. Después, buscando un espacio para controlar mi nerviosidad, se me ocurrió preguntar:
“¿Y qué hacen ustedes aquí.”
“Estamos esperando a más muertos”, contestó con un dejo de resignación.
Haciendo un esfuerzo por sacudirme la incertidumbre a toda prisa me despojé de saco y corbata; me arremangué la camisa, apreté más el cinturón y las agujetas de los zapatos. Luego me eché al hombro la cámara, le adapté el flash y la pila con su cable me la pasé por el cuello.
Larga fue la lenta caminata. A medida que adelantaba, un olor pestilente me empezó a envolver. Con un pañuelo me tapé la nariz y proseguí el camino. Poco a poco fui percibiendo el ruido del helicóptero y su reflector me ofreció la primera escena del siniestro. Como un chispazo alcancé a ver la enorme cola del avión separada del fuselaje que se hundía en el agua.
Cuando llegué al paraje del avionazo, me quedé paralizado, ¡se lo juro a usted! Las fugaces instantáneas que aparecían y desaparecían por el sobrevuelo del helicóptero, se me antojaron increíbles. Eran dantescos flashazos. De pronto, la enorme cola del jet apuntando al cielo como un monumento a la muerte; el fuselaje roto semejando una silenciosa mortaja con un impresionante boquete en el medio; en el agua flotando pedazos del aparato, restos del cargamento y jirones de ropa; la ala izquierda como un brazo ahogado en el cieno; la trompa del aeronave hundida en la ciénaga, la ala derecha reposando a flote y sobre ella, bomberos y rescatistas, con lamparillas en mano, realizando las tareas de salvamento; depositados sobre el terraplén de la vía del tren, hileras e hileras de cadáveres ensangrentados, desgarrados, despedazados, con rostros irreconocibles. Hombres, mujeres, niños. Todos sin zapatos... ¿Por qué siempre en un accidente de enormes proporciones la gente involucrada pierde los zapatos?”
Don Augusto se concedió un respiro para encender otro cigarrillo. Fumó dos veces y fingiendo tranquilidad, volvió a empalmar la historia.
“En mi interior sentí un gran vacío. Tan impactante era la devastación que no me había percatado que la hediondez de las aguas negras era insoportable. Contra mi voluntad, dominando la repulsión que me invadía, empecé a descender por la pendiente para meterme en el agua. Inicié torpe y con los brazos en alto sosteniendo mi cámara y el flash para evitar que se mojaran. Mis pies se hundían en un lecho repugnante y espeso; bien sabía lo que pisaba. ¿Usted también lo imagina, verdad? Despacio, intentaba afirmar un pie para dar un paso más sin perder los zapatos. Sin remedio, me fui sumergiendo y el nivel del pantanal ascendía y ascendía cubriéndome el pecho. ¡Hasta aquí, señor, hasta aquí me llegaba el agua! La posibilidad de resbalar, de tragármela, me empezó a revolver el estómago y a zumbar la cabeza. Era rehén de mí mismo. Entonces escuché un gritó de advertencia que me heló la sangre...”
“¡Cuidado, hay turbosina derramada! ¡No enciendan nada! ¡Hay turbosina en el agua! Eso era lo que me gritaban, señor. Un bombero daba la voz de alarma. Estaba parado justo a la entrada de la abertura del fuselaje; vestía un grueso impermeable negro y sus botas altas; no llevaba casco. “¡Cuidado! ¡Corran la voz, corran la voz! ¡Cuidado!” Era cierto; el olor me pegó de frente.”
“Me quedé como envarado. ¡Santo Dios! ¿Qué debía hacer? Bastaba una chispa, señor, un corto circuito, algo, un no se qué, para que estallara una inmensa yesca que arrasaría con todo y con todos. ¡Imagínese! ¡Aquello se había convertido en una trampa mortal! Sujetado por la duda, en cuestión de segundos me sentí rodeado por el combustible. Ya estaba en la antesala del infierno... ¡El terror me violentó! Volví a caminar de frente pensando que si llegaba al alerón derecho podría salvarme en caso de que se desatara el fuego. Iluso de mí...”
“Cuando distinguía mejor a los hombres que trabajaban en las ruinas del avión, el reflector del helicóptero descubrió a mi izquierda, a escasos diez metros, un pequeño promontorio que se extendía hasta el nacimiento del ala izquierda. ¿Lo puede creer? Asustado, cambié de dirección. Rápido escuché: “¡Oye tú, fotógrafo, sigue derecho a mí!” Así me lo ordenaba el bombero que alertaba del peligro que nos amenazaba. “No vayas para allá, todavía no sabemos que hay allá!” Me insistía: “¡A mí, ven derecho a mí!” No obedecí, por instinto trababa de alejarme de las aguas negras revueltas con gasolina. “¡Maldita sea! ¡Tú, muchacho imbécil! ¿Adónde carajos vas?”, ahora me regañaba”.
“Con el agua por momentos cubriéndome todavía más, caminé sin razonar ni responder ¿Alguna vez a estado solo en un cuarto a oscuras? ¿Verdad que uno no quiere moverse, que teme a lo desconocido, que teme tropezar, que teme tocar? ¿Verdad que luego estalla la histeria? Así me sentía, señor. Medroso, decidí caminar a tientas con la cámara al cuello y me incliné para buscar con las manos apoyo estable. Lo hice; lo encontré. Casi a gatas, di un paso, después otro y después, me derrumbé sobre algo blando. ¿Qué era? ¿Quizá parte del equipaje del avión? Tentaba y tentaba sin adivinar hasta que cogí una mano. ¡Era una mano fría, una mano humana! ¡Jesús! ¡Estaba encima de un muerto, señor! ¡Un muerto! Me quedé paralizado y mudo de espanto. ¡Quería aullar, correr! De veras, se lo digo de verdad... Sin embargo, la voz no me salía. ¡El pánico me estrangulaba la garganta!”
“El helicóptero regresó y con su atronador vuelo pasó por encima de mí y entonces vi; vi brevemente a un hombre casi descabezado, el pecho desnudo y con la sangre tan negra como las aguas infectas, cubriéndolo por completo. El corazón me dio un vuelco y un escalofrío me recorrió de cabeza a pies. El horror me hizo incorporarme y gritar como un desequilibrado mental:” ¡Aquí hay un muerto! ¡Aquí hay un muerto!” ¡Auxilio! ¡Es mi hermano, es mi hermano!” Ya no pude más; empecé a vomitar.
Su inseparable compañero, a todas luces impresionado no resistió la tentación y cuestionó.
-¿Es cierto que era su hermano?
-Adivínelo –respondió en corto don Augusto.
A continuación, encendió otro cigarro y el resplandor de la cerilla descubrió en su rostro un dejo de sonrisa. Después, guardó mortal silencio…
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