DIOS DIJO QUE NO
¡Dios se negó!
Dijo que no, que aún no era tiempo.
Desperté a la vida, ignorando que me habían rescatado de la muerte.
Cuando mis hijos, aún con semblante demudado, me relataron lo acontecido, me cimbré de pies a cabeza. Un chicotazo de pasmo me sobrecogió el alma y me dejó en un estado de plena indefensión. Desde entonces no puedo deshacerme del desconcierto que se finca en el simple hecho de que deambulé por el pórtico de un recorrido sin retorno. A casi dos meses de distancia de lo ocurrido, todavía experimento una mezcla de azoro y miedo súbito.
Incrédulo, no logro digerir el hecho real de que resucité. De que “algo” o “alguien”, decidió concederme una segunda oportunidad de vida.
Es una realidad: ahora vivo tiempo extra.
Cuando me trasladaron al quirófano para practicarme una complicaba operación de recambio de prótesis de cadera, me dominaba la resignación que nace de lo inevitable, pero con la certeza de que estaba en buenas manos. No experimentaba temor alguno y menos sospechaba una contingencia inesperada.
En la plancha operatoria, adopté la postura que se me indicó y dócil fui un simple espectador de cómo me inyectaban la anestesia en la vena. ¿Cuándo se hizo la oscuridad? No lo sé. Simplemente se apagó la luz…que pudo ser para siempre.
Tres horas después se concluía con éxito la operación. Satisfechos, los doctores especialistas abandonaron la sala, menos la cardióloga. A cargo se quedaba un médico internista, quien habría de trasladarme a mi habitación. Por una desconocida razón la doctora había retardado su partida y justo cuando se despedía, se accionò la alarma: mis signos vitales se derrumbaban. La presión arterial se desplomaba sin control; la respiración cesó y el corazón latía lento, cada vez demasiado lento.
¡Paro respiratorio!
Tal parecía que la crisis se derivaba de una conjura de mis pulmones y el corazón. Cuando recobré la razón y tras un puntual relato de que lo había sucedido, me surgió la vena del cuentero e imaginé el diabólico complot:
-¿Estás cansado? –preguntaron los primeros.
-Bastante. Son 74 años de latir sin descanso. ¡Estoy harto! –se quejó el segundo.
-¿Qué tal si nos vamos a dormir? –propusieron los primeros.
-¿Dormir? –cuestionó el segundo.
-Sí, vámonos a dormir junto con él. ¿Vale?
-¡Vale!
Justo cuando se entregaban al reposo, se precipitó la emergencia. ¡No podía irme sin la oportunidad de despedirme! ¡No, todavía no!
-¡Se nos va! ¡Se nos va! –gritaba la cardióloga, en tanto que el personal del hospital se movilizaba de inmediato. La lucha contra el tiempo se tornó frenética. La doctora, con el rostro desencajado, actuaba con rapidez. En instantes, el quirófano se había convertido en un ordenado pandemónium. Cada quien hacía su trabajo, hasta lograr que mis signos vitales empezaran a recuperarse. Sin dudar un segundo más, se me internó en terapia intensiva. El tiempo estaba en contra; pero la esperanza persistía. Horas después mi precaria condición al fin se empezaba a restablecer.
¿Qué habría ocurrido si la cardióloga hubiera estado ausente? ¡Ella fue quien me salvó! Después, también me enteraría que el cirujano en jefe comentó que si la crisis se hubiera presentado cuando me trasladaban a mi cuarto o ya me encontrara en él, la historia sería diferente.
Entonces, entre una maraña de reflexiones que enajenaban mi conciencia, desconcertado, llegué a pensar que quizá, después de todo, hubiese sido una muerte perfecta: ajeno a la visita de la guadaña, dormido, iniciaría el viaje al más allá sin experimentar miedo, dolor, angustia y menos aún, una larga agonía. Estoy convencido que lo anterior se derivaba de un cobarde conformismo, producto de soportar por largas décadas el diario dolor. Sin duda alguna, un desenlace hermanado a un acendrado egoísmo.
Sin embargo, reaccionaba y me sacudía tan reprobables pensamientos, consciente de que era un ser privilegiado y me sumergía en un mar de especulaciones. Buscaba inútilmente una razón: ¿Una fugaz coincidencia? ¿Una casualidad? ¿Cosas del destino? ¿Jugarretas del azar? Sinceramente no lo creía.
Tras muchas vueltas en el laberinto de la negación, sin remedio desembocaba en la única razón valedera. ¿Un milagro? Pienso que sí
Sólo Él podía concederme una segunda oportunidad de vida.
En mi yo interno algo me dice que no fue un evento fortuito; que debe existir una explicación que rebasa mi fuerza de entendimiento. Al respecto, estoy convencido que existe algo supremo que rige mi reloj de arena y que aún no es la hora de la partida final.
¿Qué es lo que me aferra a la vida? Sin duda, tareas pendientes que cumplir. ¿Cuáles son? Las ignoro.
En tanto, ahora disfruto más del sol, del mar azul turquesa, de la suave brisa, del verde de los árboles, de la gente en su conjunto, del grácil volar de las gaviotas, de la sonrisa ajena y, sobre todo, de la compañía de mis seres queridos. Todos sabemos que estuve a punto de cruzar la raya y derivada de una complicidad anunciada, nadie se atreve a mencionar aquellos momentos de pánico.
Es difícil de digerir una experiencia de esta naturaleza. Sobre todo cuando no se contempla un riesgo inminente y después se concluye que pude fallecer sin percatarme de ello. Los hechos, ahí están. Por ende, todavía me representan un quebradero de cabeza: en la peor crisis de mi vida, estuve ausente.
Hoy, ya restablecido, todavía soy presa de lo desconocido.
Sí lo sé, soy un resucitado.
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