LOS ZAPATOS DE CHAROL NEGRO.
Por Josè Dàvila Arellano.
Ayer tuve un hermoso sueño…
Soñé que caminaba otra vez. Era increíble.
Sí, caminaba con paso seguro y ágil. Avanzaba con naturalidad, como si fuese un jovenzuelo y actuaba con desparpajo, sin asomo de preocupaciones.
Mis piernas eran firmes, sólidas, pero a la vez ligeras. Deambular fuera de casa me emocionaba; era como si un sueño imposible se tornara en realidad.
Me veía de arriba hacia abajo: mi camisa era blanca, con mangas largas y doble puño; el pantalón, fino, de color azul marino, calcetines negros, y me sentía sumamente orgulloso de mi brillante calzado: un impecable par de zapatos de charol negro con tacones de madera.
Tal parecía que no tenía ojos más que para ellos. Los veía avanzar: uno primero y el otro después, por un piso de mármol rosado y una locuaz mezcla de calzados de diversos estilos y colores, que se fusionaban entre sí ajenos a pisotones o trompicones. Les dominaba, pues, una irritante prisa que no llegaba a comprender.
En algunas ocasiones hacía una breve pausa frente a un par de zapatillas con afilados tacones de aguja; en otras ocasiones me detenía con la brevedad atropellada ante zapatos dispares: unos de piel recién boleados, otros pardos y polvosos, y los menos, ajados, con toda la vida a cuestas. Me imagino que me detenía para intercambiar un fugaz saludo con sus respectivos portadores. Después, volvía a avanzar con el mismo ritmo elegante.
¡Orgulloso me sentía de mis zapatos de charol negro y tacones de madera!
Pese a que mi mirada estaba clavada en ellos, sabía que en mi rostro se dibujaba una clara sonrisa de felicidad. Vivía satisfecho de mi mismo. Disfrutaba cada segundo del vagabundeo y sobretodo del golpear de los tacones que me remitieron a un pasado juvenil, cuando la moda era clavarles estoperoles como un distintivo de buen gusto. El choque metálico me hacía sentir importante. En pocas palabras, pensaba que los chasquidos me hacían hombre, tan hombre como los soldados que desfilaban haciendo resonar sus botas con paso marcial en las paradas militares.
Y sí, de veras, tan sólo caminaba viendo mis deslumbrantes zapatos por esa plancha de mármol rosa que se antojaba interminable. ¡Ay, Dios, cuánto lo disfrutaba! A cada paso sentía desbocarse la adrenalina por todo mi cuerpo. Era una sensación maravillosa, que rayaba en lo milagroso.
Mi madre, preocupaba por mis constantes viajes a lugares remotos, me decía con un dejo de sarcasmo que era un “pata de perro” En efecto, así era: pata de perro con zapatos de charol negro.
Así quería soñar siempre: sentirme libre, embargado por un inmenso regocijo y un explosivo sentimiento de libertad. Nadie, es esos momentos, podía arrebatarme tan intensa ensoñación. Era un hombre afortunado, sano, fuerte y confiado.
Cuando desperté en el amanecer del nuevo día, retorné a la realidad. Volví a ver hacia abajo: ahí estaba mi medio cuerpo envuelto en una bata blanca con mangas cortas y una sábana cubría el silencioso vacío del resto de la cama de hospital…
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