¡AQUÍ HAY UN MUERTO!
RELATOS DE UN JUBILADO (III).
-¿Qué me va a contar ahora don Augusto?
El viejo empezó a escarbar en su memoria: “¿Qué le contaré? ¡Le he dicho tantas cosas que ya no recuerdo cuáles han sido las últimas! Usted bien lo sabe: algunas han sido piadosas mentiritas y otras verdaderas, pero nos hacen revivir el pasado, quizá hasta tiempos mejores. Si me repito, dígamelo. A ver, déjeme recordar:.. ¿Acaso ya le conté lo del avionazo?
-No señor, no me lo ha contado, pero hágalo por favor
-¡Fue terrible!
-¿De veras...? ¿Qué tan terrible, señor?
“Bueno, vamos a ver por dónde empezar. ¿Cuándo fue...? No estoy cierto, pero quisiera pensar que el descenso del jet de Mexicana de Aviación sobre una de las pistas del aeropuerto internacional de la ciudad de México, se desarrollaba sin contratiempos. Ante el anuncio del capitán de la nave, era de presumirse que los pasajeros se alistaban para un aterrizaje normal.
Las primeras sombras del ocaso caían sobre el gran valle de la moderna Tenochtitlán. Nadie, absolutamente nadie, podría presagiar la tragedia que en cuestión de segundos iba a ocurrir. Discúlpeme que no recuerde la procedencia del avión ni el número de vuelo. Desde entonces, mucho tiempo ha transcurrido y aunque mi recuerdo enflaquece, créame, lo que viví aquella terrible noche aún la tengo grabada a fuego en mi corazón. Tanto así que las dramáticas escenas que devoré, todavía encienden mis peores pesadillas.
Todo empezó cuando, tranquilo, conducía el automóvil rumbo a casa. Nacían las primeras sombras de la noche. El trabajo había concluido A un lado reposaba mi eterna compañera de trabajo: la mochila en donde guardaba mis cámaras fotográficas. Cuando escuchaba música por la radio, de pronto se interrumpió la trasmisión para dar paso a una noticia de última hora. Ya sabe como son los locutores: tratándose de un suceso impactante, imprimen en su voz un tono sensacionalista: “¡Un Boeing 727 de Mexicana, al aproximarse al aeropuerto por el lado de Texcoco, se estrelló a escasa distancia de la cabecera de la pista que le habían asignado! ¡Las dimensiones del accidente aún no se pueden calcular, pero se prevén catastróficas!”
Alarmado, reaccioné de inmediato. Corregí el rumbo y me lancé en desenfrenada carrera hacia la terminal aérea. Como periodista no necesitaba de una orden expresa para cubrir la noticia. Era mi obligación, ¿me entiende? Se trataba de una emergencia y como tal reaccionaba. Conducía como un loco. En mi cabeza sólo existía un objetivo: llegar al lugar de los hechos. En casos de tal naturaleza, a los periodistas se nos veía como la peste. “Parecen buitres”, se nos criticaba. ¿No le molesta si fumo un cigarrillo? ¿No? Muchas gracias...”
Prendió el cerillo y después de aspirar la primera bocanada de humo, prosiguió:
“Al aproximarme a las límites de la estación aérea, tal como lo había imaginado, el tráfico se había congestionado. Entonces tras de mí, milagrosamente apareció una ambulancia con sus luces encendidas y la sirena aullando. ¿Puede creerlo? Sin dudar, me le “pegué” como estampilla. Si entraba a las instalaciones de la aviación civil, yo iría detrás. Nadie tendría tiempo para detenerme. Tal sucedió. En un santiamén dejamos atrás el resplandor del aeropuerto y su febril hormiguear, para sumergirnos en la oscuridad de la noche. Por momentos pensaba que el chofer de la ambulancia había equivocado el camino, sobre todo cuando el pavimento se acabó y rodábamos sobre un camino terroso.
De pronto, un olor penetrante, podrido, se hizo presente. Sin duda alguna, rondábamos ya los linderos de “El Caracol” de Texcoco, receptáculo de aguas negras. A lo lejos, el destello de luces azules y rojas, me avisó que se encontraban estacionadas un avispero de vehículos de auxilio. Cuando llegamos, ya no existía camino por dónde seguir. Frené el coche y apresurado descendí identificándome con el primer uniformado que me marcó el alto”.
“¡Prensa! –grité- El policía me examinó y advirtió: “Pues está allá”
“¡Adónde!”, pregunté.
“¡Allá!”, me respondió señalando un pequeño halo de luz.
“¿Qué es eso?”, volví a interrogarle.
“Un helicóptero que ilumina las tareas de rescate”, aclaró.
La luminaria apenas parecía una aguja rasgando por instantes lo que semejaba el telón del fin del mundo. A continuación dirigió el rayo de su linterna hacia adelante y pálidamente descubrió los rieles de una vía de ferrocarril. Se acercó a mí y me dijo en voz baja: “Camine despacio por los durmientes. No vaya a tropezar porque a ambos lados hay agua. No se vaya caer porque se puede ahogar y nadie se daría cuenta.”
“¿Cómo?”, le pregunté intimidado.
Entonces con toda naturalidad comentó: “Estamos a la orilla de un depósito de aguas negras, aguas de caño, de escusado, ¿me comprende? Allí cayó el avión.”
Ocultando mi desconcierto, con cautela le interrogué: “¿Y está muy hondo?”
“¿Se va a meter?”, preguntó con duda.
“¡Tengo que hacerlo!, respondí sin percatarme del alcance de mi decisión.
“Pues si se mete –advirtió el guardián- es muy peligroso. El agua le va a dar hasta el pecho o se puede hundir. “¡Ah! Se me olvidaba: Amárrese fuerte las agujetas de los zapatos porque se le pueden quedar atascados en el fango; caminar descalzo es un grave riesgo ¿Esta consciente verdad?”
De primera intención asentí, ¡pero no estaba consciente de nada! Como queriendo aparentar seguridad, no me quedaba otro remedio más que aceptar. Después, buscando un espacio para controlar mi nerviosidad, se me ocurrió preguntar:
“¿Y qué hacen ustedes aquí.”
“Estamos esperando a más muertos”, contestó con un dejo de resignación.
Haciendo un esfuerzo por sacudirme la incertidumbre a toda prisa me despojé de saco y corbata; me arremangué la camisa, apreté más el cinturón y las agujetas de los zapatos. Luego me eché al hombro la cámara, le adapté el flash y la pila con su cable me la pasé por el cuello.
Larga fue la lenta caminata. A medida que adelantaba, un olor pestilente me empezó a envolver. Con un pañuelo me tapé la nariz y proseguí el camino. Poco a poco fui percibiendo el ruido del helicóptero y su reflector me ofreció la primera escena del siniestro. Como un chispazo alcancé a ver la enorme cola del avión separada del fuselaje que se hundía en el agua.
Cuando llegué al paraje del avionazo, me quedé paralizado, ¡se lo juro a usted! Las fugaces instantáneas que aparecían y desaparecían por el sobrevuelo del helicóptero, se me antojaron increíbles. Eran dantescos flashazos. De pronto, la enorme cola del jet apuntando al cielo como un monumento a la muerte; el fuselaje roto semejando una silenciosa mortaja con un impresionante boquete en el medio; en el agua flotando pedazos del aparato, restos del cargamento y jirones de ropa; la ala izquierda como un brazo ahogado en el cieno; la trompa del aeronave hundida en la ciénaga, la ala derecha reposando a flote y sobre ella, bomberos y rescatistas, con lamparillas en mano, realizando las tareas de salvamento; depositados sobre el terraplén de la vía del tren, hileras e hileras de cadáveres ensangrentados, desgarrados, despedazados, con rostros irreconocibles. Hombres, mujeres, niños. Todos sin zapatos... ¿Por qué siempre en un accidente de enormes proporciones la gente involucrada pierde los zapatos?”
Don Augusto se concedió un respiro para encender otro cigarrillo. Fumó dos veces y fingiendo tranquilidad, volvió a empalmar la historia.
“En mi interior sentí un gran vacío. Tan impactante era la devastación que no me había percatado que la hediondez de las aguas negras era insoportable. Contra mi voluntad, dominando la repulsión que me invadía, empecé a descender por la pendiente para meterme en el agua. Inicié torpe y con los brazos en alto sosteniendo mi cámara y el flash para evitar que se mojaran. Mis pies se hundían en un lecho repugnante y espeso; bien sabía lo que pisaba. ¿Usted también lo imagina, verdad? Despacio, intentaba afirmar un pie para dar un paso más sin perder los zapatos. Sin remedio, me fui sumergiendo y el nivel del pantanal ascendía y ascendía cubriéndome el pecho. ¡Hasta aquí, señor, hasta aquí me llegaba el agua! La posibilidad de resbalar, de tragármela, me empezó a revolver el estómago y a zumbar la cabeza. Era rehén de mí mismo. Entonces escuché un gritó de advertencia que me heló la sangre...”
“¡Cuidado, hay turbosina derramada! ¡No enciendan nada! ¡Hay turbosina en el agua! Eso era lo que me gritaban, señor. Un bombero daba la voz de alarma. Estaba parado justo a la entrada de la abertura del fuselaje; vestía un grueso impermeable negro y sus botas altas; no llevaba casco. “¡Cuidado! ¡Corran la voz, corran la voz! ¡Cuidado!” Era cierto; el olor me pegó de frente.”
“Me quedé como envarado. ¡Santo Dios! ¿Qué debía hacer? Bastaba una chispa, señor, un corto circuito, algo, un no se qué, para que estallara una inmensa yesca que arrasaría con todo y con todos. ¡Imagínese! ¡Aquello se había convertido en una trampa mortal! Sujetado por la duda, en cuestión de segundos me sentí rodeado por el combustible. Ya estaba en la antesala del infierno... ¡El terror me violentó! Volví a caminar de frente pensando que si llegaba al alerón derecho podría salvarme en caso de que se desatara el fuego. Iluso de mí...”
“Cuando distinguía mejor a los hombres que trabajaban en las ruinas del avión, el reflector del helicóptero descubrió a mi izquierda, a escasos diez metros, un pequeño promontorio que se extendía hasta el nacimiento del ala izquierda. ¿Lo puede creer? Asustado, cambié de dirección. Rápido escuché: “¡Oye tú, fotógrafo, sigue derecho a mí!” Así me lo ordenaba el bombero que alertaba del peligro que nos amenazaba. “No vayas para allá, todavía no sabemos que hay allá!” Me insistía: “¡A mí, ven derecho a mí!” No obedecí, por instinto trababa de alejarme de las aguas negras revueltas con gasolina. “¡Maldita sea! ¡Tú, muchacho imbécil! ¿Adónde carajos vas?”, ahora me regañaba”.
“Con el agua por momentos cubriéndome todavía más, caminé sin razonar ni responder ¿Alguna vez a estado solo en un cuarto a oscuras? ¿Verdad que uno no quiere moverse, que teme a lo desconocido, que teme tropezar, que teme tocar? ¿Verdad que luego estalla la histeria? Así me sentía, señor. Medroso, decidí caminar a tientas con la cámara al cuello y me incliné para buscar con las manos apoyo estable. Lo hice; lo encontré. Casi a gatas, di un paso, después otro y después, me derrumbé sobre algo blando. ¿Qué era? ¿Quizá parte del equipaje del avión? Tentaba y tentaba sin adivinar hasta que cogí una mano. ¡Era una mano fría, una mano humana! ¡Jesús! ¡Estaba encima de un muerto, señor! ¡Un muerto! Me quedé paralizado y mudo de espanto. ¡Quería aullar, correr! De veras, se lo digo de verdad... Sin embargo, la voz no me salía. ¡El pánico me estrangulaba la garganta!”
“El helicóptero regresó y con su atronador vuelo pasó por encima de mí y entonces vi; vi brevemente a un hombre casi descabezado, el pecho desnudo y con la sangre tan negra como las aguas infectas, cubriéndolo por completo. El corazón me dio un vuelco y un escalofrío me recorrió de cabeza a pies. El horror me hizo incorporarme y gritar como un desequilibrado mental:” ¡Aquí hay un muerto! ¡Aquí hay un muerto!” ¡Auxilio! ¡Es mi hermano, es mi hermano!” Ya no pude más; empecé a vomitar.
Su inseparable compañero, a todas luces impresionado no resistió la tentación y cuestionó.
-¿Es cierto que era su hermano?
-Adivínelo –respondió en corto don Augusto.
A continuación, encendió otro cigarro y el resplandor de la cerilla descubrió en su rostro un dejo de sonrisa. Después, guardó mortal silencio…
Tuesday, May 27, 2008
Monday, May 19, 2008
EXPO FUNERARIA
…
LA EXPO FUNERARIA
NARRACIONES DE UN JUBILADO (II)
Por Josè Dàvila A.
Cuando en el hogar de Don Augusto, le dejaron bajo la puerta un folleto con motivo de la inauguración de un nuevo concepto funerario en donde ya no existirían lápidas ni cruces ni estatuas ni criptas familiares, sino un circuito computarizado diseñado para la pronta localización del sitio exacto en donde fueron sepultados los seres queridos que se adelantaron en el camino, se quedó asombrado.
Asimismo, se le anexaba una invitación para la regia inauguración de “La Primera Expo Funeraria del Tercer Milenio” a partir del día dos de noviembre -día de los Santos Difuntos- subrayándose que por tan relevante suceso se ofertarían lotes y sofisticados féretros de tecnología de punta, con atractivos descuentos en compras de contado (deducibles de impuestos) o en su defecto sugestivos paquetes de 12, 24 o 36 amortizaciones mensuales sin intereses, en caso de las tarjetas de crédito.
El Don no podía creerlo. La extinción de los tradicionales cementerios carcomidos por la añosa pátina, plagados de tumbas coronadas con mutilados ángeles alados y vírgenes de yeso, crucifijos de cemento y santos patronos, estaba en marcha. De igual forma desaparecían los desquebrajados tiestos de cemento en donde quizá una vez al año se colocaba un ramillete de flores, y desde luego ya no se labrarían en piedra los mensajes familiares de despedida, así como el año en que nació y murió el occiso de referencia. Todo lo anterior gracias a las maravillas de la arrolladora globalización que devora a la humanidad.
Al concluir la lectura del folletín publicitario, Don Augusto estaba más que excitado y corrió en busca de su inseparable compañero:
-No me lo va usted a creer, ofrecen cosas tan maravillosas que hasta me dan ganas de morirme –aseguró vehemente.
-¡¿Cómo dice!?
-¡Qué se acaban los panteones, amigo mío! No más lápidas y luctuosas coronas de flores.
-No puede ser –musitó aterrado, quien también gestionaba su cambio de estatus de pensionado a jubilado- ¿Entonces dónde nos van a enterrar a usted y a mí?
-No se espante -atajó con prosapia, el Don- Ahora será distinto. Todo se reducirá a hermosas y extensas praderas de verde pasto que relajarán el pensamiento y el espíritu, clausurando de inmediato el remordimiento que provoca la visita a una ruinosa sepultura.
-Si ahora se trata de un campo de golf celestial ¿cómo saber en dónde quedaron nuestros huesos?
-Muy sencillo –respondió exultante, el Don: “Los sepulcros tendrán un chip de localización satelital. De esta forma, los dolientes harán uso de un control remoto de bolsillo para pulsar un “password” secreto y por obra de magia, de las profundidades de la tierra emergerá una discreta antena con un intermitente rayo láser, indicando el lugar exacto de la fosa requerida.
-No lo puedo creer.
-Pues créalo. ¡Ah!, se me olvidaba. Hay que estar muy listos, porque la señal permanecerá al aire por escasos segundos, a fin de evitar la indeseable presencia de posibles saqueadores de tumbas. De esta forma, se garantiza el descanso eterno del inquilino. Además…
-¿Además qué, Don Augusto?
-Por ésta única ocasión estarán expuestos los lechos mortuorios de Tutankamòn, Napoleòn y Stalin.
-¡No lo puedo creer!
-Ya le contaré amigo, ya le contaré al detalle –aseguró el Don con disimulada arrogancia.
En efecto, nuestro admirado personaje acudió a la apertura de la prometedora exposición. De entrada fue recibido por un ramillete de hermosas edecanes que, sonrientes, le colocaron un “pín” de color morado en la solapa del saco, haciéndole sentir como un prometedor candidato a convertirse en uno de los primeros colonos a poblar los panteones electrónicos.
-¡Nunca se había sentido tan vivo como en esos momentos! –confesó. Tras de ser objeto de tan exclusiva distinción, se le escapó un involuntario y largo suspiro al recorrer con su lacrimosa mirada aquellos cuerpos sensuales que no tenían ninguna relación con un velorio. ¡Claro! Una expo sin la presencia de bellas jovencitas con mini blusas y mini faldas, que difícilmente ocultaban mini tangas, no sería una exhibición competitiva.
Feliz, convencido de haber rejuvenecido con tan inusitada bienvenida, se dio a la tarea de recorrer las deslumbrantes promociones de los ataúdes más sofisticados. Contrario a lo que pudiera suponerse, prevalecía una atmósfera festiva, huérfana del menor viso de solemnidad o severidad. Vaya, ni por asomo un presagio sombrío. La iluminación era deslumbrante, como sin un nuevo sol hubiera nacido en su interior. Lejos de que la música ambiental se identificara con un réquiem de Mozart, por doquier predominaba el estridente ritmo del rap “Del Muerto”.
Algunas de las cajas fúnebres estaban dispuestas en espectaculares plataformas de movimiento circulatorio para que detalladamente fueran admirados su diseño, manufactura, terminado, comodidad, y color. En la lenta rotación, lánguidamente se levantaba o cerrada la tapa del mismo, dejando al descubierto la fina textura de las telas que acogerían al fututo cadáver y los resplandecientes remates de plata pura. Por supuesto, estaba prohibido acostarse en ellos, como quien se prueba un zapato nuevo, por considerarse de mal gusto.
Don Augusto, deambulando lento, iba de sorpresa en sorpresa. En cada uno de los exhibidores, los féretros variaban con sorprendente creatividad. Admiró desde la inviolable presentación germana que impedía el vano intento de escapatoria de suegras desahuciadas, hasta los catafalcos para narcotraficantes clonados, revestidos con hojas de marihuana y grapas de cocaína, pasando por cajones para terroristas con chalecos de bombas bajo las forros; nichos con cerrojos secretos y un par de AK-47 en cruz para comandantes policíacos, y sarcófagos ornamentados con rosas y alcatraces para matrimonios suicidas. De igual forma llamaba la atención un ataúd de doble piso, para la inhumación de apasionados amantes, equipado con un sistema rotatorio para que pudieran intercambiar posiciones: arriba o abajo.
Al retornar a casa, Don Augusto visiblemente se mostraba insatisfecho. Su amigo, se frotaba nervioso las manos, en espera de una amplia descripción de tan singular exposición. Ante el desesperante silencio de neo jubilado, decidió interrogarle.
-¿Cómo le fue?
-Bien.
-¿Bien a secas?
-Si; he visto mejores muestras.
-No me diga.
- Fue como asistir a exposición de nuevos modelos de automóviles. Me causò una profunda desilusión. ¡Vaya!, ni siquiera un coctelito ofrecieron.
-¿No hubo tragos ni botana?
-¡Ni siquiera un botellín de agua! –subrayó contrariado el Don
-Pero cuénteme, cuènteme de Tutankamòn, y de Napoleón y de Stalin.
-Ay, amigo, qué decepción.
-¿…?
-El sarcófago del último rey de Egipto, era una vulgar copia de plástico y al abrirlo, encontré en su interior un muñeco de trapo vendado de cuerpo entero y la famosa máscara funeraria de oro, era una vulgar copia “pirata” de latón.
–No me diga…
-En cuanto a Napoleón, su mausoleo era tan imponente que ni siquiera se podía tocar. El armatoste seguramente fue diseñado para evitarle la posibilidad de padecer una enésima infidelidad de Josefina y otro desastroso Waterloo.
-¿Y qué me dice de Stalin?
-¿Stalin? ¡Ah sí Stalin! El asesino tirano de triste memoria Me lo encontré muy pensativo, sentado a la salida de la expo en una silla apolillada.
-¿Pensativo?
-Si, creo que estaba cavilando cómo explicar al Kremlin la pérdida de su imponente féretro con cubierta de cristal que hacía posible que, anualmente, se captara una considerable derrama de rublos para la Federación Rusa, por miles de turistas ávidos de contemplarle de cuerpo entero en perfecto estado de conservación.
¿Usted cree que estaba pensando en…?
-¿En Siberia? Puede ser…
LA EXPO FUNERARIA
NARRACIONES DE UN JUBILADO (II)
Por Josè Dàvila A.
Cuando en el hogar de Don Augusto, le dejaron bajo la puerta un folleto con motivo de la inauguración de un nuevo concepto funerario en donde ya no existirían lápidas ni cruces ni estatuas ni criptas familiares, sino un circuito computarizado diseñado para la pronta localización del sitio exacto en donde fueron sepultados los seres queridos que se adelantaron en el camino, se quedó asombrado.
Asimismo, se le anexaba una invitación para la regia inauguración de “La Primera Expo Funeraria del Tercer Milenio” a partir del día dos de noviembre -día de los Santos Difuntos- subrayándose que por tan relevante suceso se ofertarían lotes y sofisticados féretros de tecnología de punta, con atractivos descuentos en compras de contado (deducibles de impuestos) o en su defecto sugestivos paquetes de 12, 24 o 36 amortizaciones mensuales sin intereses, en caso de las tarjetas de crédito.
El Don no podía creerlo. La extinción de los tradicionales cementerios carcomidos por la añosa pátina, plagados de tumbas coronadas con mutilados ángeles alados y vírgenes de yeso, crucifijos de cemento y santos patronos, estaba en marcha. De igual forma desaparecían los desquebrajados tiestos de cemento en donde quizá una vez al año se colocaba un ramillete de flores, y desde luego ya no se labrarían en piedra los mensajes familiares de despedida, así como el año en que nació y murió el occiso de referencia. Todo lo anterior gracias a las maravillas de la arrolladora globalización que devora a la humanidad.
Al concluir la lectura del folletín publicitario, Don Augusto estaba más que excitado y corrió en busca de su inseparable compañero:
-No me lo va usted a creer, ofrecen cosas tan maravillosas que hasta me dan ganas de morirme –aseguró vehemente.
-¡¿Cómo dice!?
-¡Qué se acaban los panteones, amigo mío! No más lápidas y luctuosas coronas de flores.
-No puede ser –musitó aterrado, quien también gestionaba su cambio de estatus de pensionado a jubilado- ¿Entonces dónde nos van a enterrar a usted y a mí?
-No se espante -atajó con prosapia, el Don- Ahora será distinto. Todo se reducirá a hermosas y extensas praderas de verde pasto que relajarán el pensamiento y el espíritu, clausurando de inmediato el remordimiento que provoca la visita a una ruinosa sepultura.
-Si ahora se trata de un campo de golf celestial ¿cómo saber en dónde quedaron nuestros huesos?
-Muy sencillo –respondió exultante, el Don: “Los sepulcros tendrán un chip de localización satelital. De esta forma, los dolientes harán uso de un control remoto de bolsillo para pulsar un “password” secreto y por obra de magia, de las profundidades de la tierra emergerá una discreta antena con un intermitente rayo láser, indicando el lugar exacto de la fosa requerida.
-No lo puedo creer.
-Pues créalo. ¡Ah!, se me olvidaba. Hay que estar muy listos, porque la señal permanecerá al aire por escasos segundos, a fin de evitar la indeseable presencia de posibles saqueadores de tumbas. De esta forma, se garantiza el descanso eterno del inquilino. Además…
-¿Además qué, Don Augusto?
-Por ésta única ocasión estarán expuestos los lechos mortuorios de Tutankamòn, Napoleòn y Stalin.
-¡No lo puedo creer!
-Ya le contaré amigo, ya le contaré al detalle –aseguró el Don con disimulada arrogancia.
En efecto, nuestro admirado personaje acudió a la apertura de la prometedora exposición. De entrada fue recibido por un ramillete de hermosas edecanes que, sonrientes, le colocaron un “pín” de color morado en la solapa del saco, haciéndole sentir como un prometedor candidato a convertirse en uno de los primeros colonos a poblar los panteones electrónicos.
-¡Nunca se había sentido tan vivo como en esos momentos! –confesó. Tras de ser objeto de tan exclusiva distinción, se le escapó un involuntario y largo suspiro al recorrer con su lacrimosa mirada aquellos cuerpos sensuales que no tenían ninguna relación con un velorio. ¡Claro! Una expo sin la presencia de bellas jovencitas con mini blusas y mini faldas, que difícilmente ocultaban mini tangas, no sería una exhibición competitiva.
Feliz, convencido de haber rejuvenecido con tan inusitada bienvenida, se dio a la tarea de recorrer las deslumbrantes promociones de los ataúdes más sofisticados. Contrario a lo que pudiera suponerse, prevalecía una atmósfera festiva, huérfana del menor viso de solemnidad o severidad. Vaya, ni por asomo un presagio sombrío. La iluminación era deslumbrante, como sin un nuevo sol hubiera nacido en su interior. Lejos de que la música ambiental se identificara con un réquiem de Mozart, por doquier predominaba el estridente ritmo del rap “Del Muerto”.
Algunas de las cajas fúnebres estaban dispuestas en espectaculares plataformas de movimiento circulatorio para que detalladamente fueran admirados su diseño, manufactura, terminado, comodidad, y color. En la lenta rotación, lánguidamente se levantaba o cerrada la tapa del mismo, dejando al descubierto la fina textura de las telas que acogerían al fututo cadáver y los resplandecientes remates de plata pura. Por supuesto, estaba prohibido acostarse en ellos, como quien se prueba un zapato nuevo, por considerarse de mal gusto.
Don Augusto, deambulando lento, iba de sorpresa en sorpresa. En cada uno de los exhibidores, los féretros variaban con sorprendente creatividad. Admiró desde la inviolable presentación germana que impedía el vano intento de escapatoria de suegras desahuciadas, hasta los catafalcos para narcotraficantes clonados, revestidos con hojas de marihuana y grapas de cocaína, pasando por cajones para terroristas con chalecos de bombas bajo las forros; nichos con cerrojos secretos y un par de AK-47 en cruz para comandantes policíacos, y sarcófagos ornamentados con rosas y alcatraces para matrimonios suicidas. De igual forma llamaba la atención un ataúd de doble piso, para la inhumación de apasionados amantes, equipado con un sistema rotatorio para que pudieran intercambiar posiciones: arriba o abajo.
Al retornar a casa, Don Augusto visiblemente se mostraba insatisfecho. Su amigo, se frotaba nervioso las manos, en espera de una amplia descripción de tan singular exposición. Ante el desesperante silencio de neo jubilado, decidió interrogarle.
-¿Cómo le fue?
-Bien.
-¿Bien a secas?
-Si; he visto mejores muestras.
-No me diga.
- Fue como asistir a exposición de nuevos modelos de automóviles. Me causò una profunda desilusión. ¡Vaya!, ni siquiera un coctelito ofrecieron.
-¿No hubo tragos ni botana?
-¡Ni siquiera un botellín de agua! –subrayó contrariado el Don
-Pero cuénteme, cuènteme de Tutankamòn, y de Napoleón y de Stalin.
-Ay, amigo, qué decepción.
-¿…?
-El sarcófago del último rey de Egipto, era una vulgar copia de plástico y al abrirlo, encontré en su interior un muñeco de trapo vendado de cuerpo entero y la famosa máscara funeraria de oro, era una vulgar copia “pirata” de latón.
–No me diga…
-En cuanto a Napoleón, su mausoleo era tan imponente que ni siquiera se podía tocar. El armatoste seguramente fue diseñado para evitarle la posibilidad de padecer una enésima infidelidad de Josefina y otro desastroso Waterloo.
-¿Y qué me dice de Stalin?
-¿Stalin? ¡Ah sí Stalin! El asesino tirano de triste memoria Me lo encontré muy pensativo, sentado a la salida de la expo en una silla apolillada.
-¿Pensativo?
-Si, creo que estaba cavilando cómo explicar al Kremlin la pérdida de su imponente féretro con cubierta de cristal que hacía posible que, anualmente, se captara una considerable derrama de rublos para la Federación Rusa, por miles de turistas ávidos de contemplarle de cuerpo entero en perfecto estado de conservación.
¿Usted cree que estaba pensando en…?
-¿En Siberia? Puede ser…
EXPO FUNERARIA
…
LA EXPO FUNERARIA
NARRACIONES DE UN JUBILADO (II)
Por Josè Dàvila A.
Cuando en el hogar de Don Augusto, le dejaron bajo la puerta un folleto con motivo de la inauguración de un nuevo concepto funerario en donde ya no existirían lápidas ni cruces ni estatuas ni criptas familiares, sino un circuito computarizado diseñado para la pronta localización del sitio exacto en donde fueron sepultados los seres queridos que se adelantaron en el camino, se quedó asombrado.
Asimismo, se le anexaba una invitación para la regia inauguración de “La Primera Expo Funeraria del Tercer Milenio” a partir del día dos de noviembre -día de los Santos Difuntos- subrayándose que por tan relevante suceso se ofertarían lotes y sofisticados féretros de tecnología de punta, con atractivos descuentos en compras de contado (deducibles de impuestos) o en su defecto sugestivos paquetes de 12, 24 o 36 amortizaciones mensuales sin intereses, en caso de las tarjetas de crédito.
El Don no podía creerlo. La extinción de los tradicionales cementerios carcomidos por la añosa pátina, plagados de tumbas coronadas con mutilados ángeles alados y vírgenes de yeso, crucifijos de cemento y santos patronos, estaba en marcha. De igual forma desaparecían los desquebrajados tiestos de cemento en donde quizá una vez al año se colocaba un ramillete de flores, y desde luego ya no se labrarían en piedra los mensajes familiares de despedida, así como el año en que nació y murió el occiso de referencia. Todo lo anterior gracias a las maravillas de la arrolladora globalización que devora a la humanidad.
Al concluir la lectura del folletín publicitario, Don Augusto estaba más que excitado y corrió en busca de su inseparable compañero:
-No me lo va usted a creer, ofrecen cosas tan maravillosas que hasta me dan ganas de morirme –aseguró vehemente.
-¡¿Cómo dice!?
-¡Qué se acaban los panteones, amigo mío! No más lápidas y luctuosas coronas de flores.
-No puede ser –musitó aterrado, quien también gestionaba su cambio de estatus de pensionado a jubilado- ¿Entonces dónde nos van a enterrar a usted y a mí?
-No se espante -atajó con prosapia, el Don- Ahora será distinto. Todo se reducirá a hermosas y extensas praderas de verde pasto que relajarán el pensamiento y el espíritu, clausurando de inmediato el remordimiento que provoca la visita a una ruinosa sepultura.
-Si ahora se trata de un campo de golf celestial ¿cómo saber en dónde quedaron nuestros huesos?
-Muy sencillo –respondió exultante, el Don: “Los sepulcros tendrán un chip de localización satelital. De esta forma, los dolientes harán uso de un control remoto de bolsillo para pulsar un “password” secreto y por obra de magia, de las profundidades de la tierra emergerá una discreta antena con un intermitente rayo láser, indicando el lugar exacto de la fosa requerida.
-No lo puedo creer.
-Pues créalo. ¡Ah!, se me olvidaba. Hay que estar muy listos, porque la señal permanecerá al aire por escasos segundos, a fin de evitar la indeseable presencia de posibles saqueadores de tumbas. De esta forma, se garantiza el descanso eterno del inquilino. Además…
-¿Además qué, Don Augusto?
-Por ésta única ocasión estarán expuestos los lechos mortuorios de Tutankamòn, Napoleòn y Stalin.
-¡No lo puedo creer!
-Ya le contaré amigo, ya le contaré al detalle –aseguró el Don con disimulada arrogancia.
En efecto, nuestro admirado personaje acudió a la apertura de la prometedora exposición. De entrada fue recibido por un ramillete de hermosas edecanes que, sonrientes, le colocaron un “pín” de color morado en la solapa del saco, haciéndole sentir como un prometedor candidato a convertirse en uno de los primeros colonos a poblar los panteones electrónicos.
-¡Nunca se había sentido tan vivo como en esos momentos! –confesó. Tras de ser objeto de tan exclusiva distinción, se le escapó un involuntario y largo suspiro al recorrer con su lacrimosa mirada aquellos cuerpos sensuales que no tenían ninguna relación con un velorio. ¡Claro! Una expo sin la presencia de bellas jovencitas con mini blusas y mini faldas, que difícilmente ocultaban mini tangas, no sería una exhibición competitiva.
Feliz, convencido de haber rejuvenecido con tan inusitada bienvenida, se dio a la tarea de recorrer las deslumbrantes promociones de los ataúdes más sofisticados. Contrario a lo que pudiera suponerse, prevalecía una atmósfera festiva, huérfana del menor viso de solemnidad o severidad. Vaya, ni por asomo un presagio sombrío. La iluminación era deslumbrante, como sin un nuevo sol hubiera nacido en su interior. Lejos de que la música ambiental se identificara con un réquiem de Mozart, por doquier predominaba el estridente ritmo del rap “Del Muerto”.
Algunas de las cajas fúnebres estaban dispuestas en espectaculares plataformas de movimiento circulatorio para que detalladamente fueran admirados su diseño, manufactura, terminado, comodidad, y color. En la lenta rotación, lánguidamente se levantaba o cerrada la tapa del mismo, dejando al descubierto la fina textura de las telas que acogerían al fututo cadáver y los resplandecientes remates de plata pura. Por supuesto, estaba prohibido acostarse en ellos, como quien se prueba un zapato nuevo, por considerarse de mal gusto.
Don Augusto, deambulando lento, iba de sorpresa en sorpresa. En cada uno de los exhibidores, los féretros variaban con sorprendente creatividad. Admiró desde la inviolable presentación germana que impedía el vano intento de escapatoria de suegras desahuciadas, hasta los catafalcos para narcotraficantes clonados, revestidos con hojas de marihuana y grapas de cocaína, pasando por cajones para terroristas con chalecos de bombas bajo las forros; nichos con cerrojos secretos y un par de AK-47 en cruz para comandantes policíacos, y sarcófagos ornamentados con rosas y alcatraces para matrimonios suicidas. De igual forma llamaba la atención un ataúd de doble piso, para la inhumación de apasionados amantes, equipado con un sistema rotatorio para que pudieran intercambiar posiciones: arriba o abajo.
Al retornar a casa, Don Augusto visiblemente se mostraba insatisfecho. Su amigo, se frotaba nervioso las manos, en espera de una amplia descripción de tan singular exposición. Ante el desesperante silencio de neo jubilado, decidió interrogarle.
-¿Cómo le fue?
-Bien.
-¿Bien a secas?
-Si; he visto mejores muestras.
-No me diga.
- Fue como asistir a exposición de nuevos modelos de automóviles. Me causò una profunda desilusión. ¡Vaya!, ni siquiera un coctelito ofrecieron.
-¿No hubo tragos ni botana?
-¡Ni siquiera un botellín de agua! –subrayó contrariado el Don
-Pero cuénteme, cuènteme de Tutankamòn, y de Napoleón y de Stalin.
-Ay, amigo, qué decepción.
-¿…?
-El sarcófago del último rey de Egipto, era una vulgar copia de plástico y al abrirlo, encontré en su interior un muñeco de trapo vendado de cuerpo entero y la famosa máscara funeraria de oro, era una vulgar copia “pirata” de latón.
–No me diga…
-En cuanto a Napoleón, su mausoleo era tan imponente que ni siquiera se podía tocar. El armatoste seguramente fue diseñado para evitarle la posibilidad de padecer una enésima infidelidad de Josefina y otro desastroso Waterloo.
-¿Y qué me dice de Stalin?
-¿Stalin? ¡Ah sí Stalin! El asesino tirano de triste memoria Me lo encontré muy pensativo, sentado a la salida de la expo en una silla apolillada.
-¿Pensativo?
-Si, creo que estaba cavilando cómo explicar al Kremlin la pérdida de su imponente féretro con cubierta de cristal que hacía posible que, anualmente, se captara una considerable derrama de rublos para la Federación Rusa, por miles de turistas ávidos de contemplarle de cuerpo entero en perfecto estado de conservación.
¿Usted cree que estaba pensando en…?
-¿En Siberia? Puede ser…
LA EXPO FUNERARIA
NARRACIONES DE UN JUBILADO (II)
Por Josè Dàvila A.
Cuando en el hogar de Don Augusto, le dejaron bajo la puerta un folleto con motivo de la inauguración de un nuevo concepto funerario en donde ya no existirían lápidas ni cruces ni estatuas ni criptas familiares, sino un circuito computarizado diseñado para la pronta localización del sitio exacto en donde fueron sepultados los seres queridos que se adelantaron en el camino, se quedó asombrado.
Asimismo, se le anexaba una invitación para la regia inauguración de “La Primera Expo Funeraria del Tercer Milenio” a partir del día dos de noviembre -día de los Santos Difuntos- subrayándose que por tan relevante suceso se ofertarían lotes y sofisticados féretros de tecnología de punta, con atractivos descuentos en compras de contado (deducibles de impuestos) o en su defecto sugestivos paquetes de 12, 24 o 36 amortizaciones mensuales sin intereses, en caso de las tarjetas de crédito.
El Don no podía creerlo. La extinción de los tradicionales cementerios carcomidos por la añosa pátina, plagados de tumbas coronadas con mutilados ángeles alados y vírgenes de yeso, crucifijos de cemento y santos patronos, estaba en marcha. De igual forma desaparecían los desquebrajados tiestos de cemento en donde quizá una vez al año se colocaba un ramillete de flores, y desde luego ya no se labrarían en piedra los mensajes familiares de despedida, así como el año en que nació y murió el occiso de referencia. Todo lo anterior gracias a las maravillas de la arrolladora globalización que devora a la humanidad.
Al concluir la lectura del folletín publicitario, Don Augusto estaba más que excitado y corrió en busca de su inseparable compañero:
-No me lo va usted a creer, ofrecen cosas tan maravillosas que hasta me dan ganas de morirme –aseguró vehemente.
-¡¿Cómo dice!?
-¡Qué se acaban los panteones, amigo mío! No más lápidas y luctuosas coronas de flores.
-No puede ser –musitó aterrado, quien también gestionaba su cambio de estatus de pensionado a jubilado- ¿Entonces dónde nos van a enterrar a usted y a mí?
-No se espante -atajó con prosapia, el Don- Ahora será distinto. Todo se reducirá a hermosas y extensas praderas de verde pasto que relajarán el pensamiento y el espíritu, clausurando de inmediato el remordimiento que provoca la visita a una ruinosa sepultura.
-Si ahora se trata de un campo de golf celestial ¿cómo saber en dónde quedaron nuestros huesos?
-Muy sencillo –respondió exultante, el Don: “Los sepulcros tendrán un chip de localización satelital. De esta forma, los dolientes harán uso de un control remoto de bolsillo para pulsar un “password” secreto y por obra de magia, de las profundidades de la tierra emergerá una discreta antena con un intermitente rayo láser, indicando el lugar exacto de la fosa requerida.
-No lo puedo creer.
-Pues créalo. ¡Ah!, se me olvidaba. Hay que estar muy listos, porque la señal permanecerá al aire por escasos segundos, a fin de evitar la indeseable presencia de posibles saqueadores de tumbas. De esta forma, se garantiza el descanso eterno del inquilino. Además…
-¿Además qué, Don Augusto?
-Por ésta única ocasión estarán expuestos los lechos mortuorios de Tutankamòn, Napoleòn y Stalin.
-¡No lo puedo creer!
-Ya le contaré amigo, ya le contaré al detalle –aseguró el Don con disimulada arrogancia.
En efecto, nuestro admirado personaje acudió a la apertura de la prometedora exposición. De entrada fue recibido por un ramillete de hermosas edecanes que, sonrientes, le colocaron un “pín” de color morado en la solapa del saco, haciéndole sentir como un prometedor candidato a convertirse en uno de los primeros colonos a poblar los panteones electrónicos.
-¡Nunca se había sentido tan vivo como en esos momentos! –confesó. Tras de ser objeto de tan exclusiva distinción, se le escapó un involuntario y largo suspiro al recorrer con su lacrimosa mirada aquellos cuerpos sensuales que no tenían ninguna relación con un velorio. ¡Claro! Una expo sin la presencia de bellas jovencitas con mini blusas y mini faldas, que difícilmente ocultaban mini tangas, no sería una exhibición competitiva.
Feliz, convencido de haber rejuvenecido con tan inusitada bienvenida, se dio a la tarea de recorrer las deslumbrantes promociones de los ataúdes más sofisticados. Contrario a lo que pudiera suponerse, prevalecía una atmósfera festiva, huérfana del menor viso de solemnidad o severidad. Vaya, ni por asomo un presagio sombrío. La iluminación era deslumbrante, como sin un nuevo sol hubiera nacido en su interior. Lejos de que la música ambiental se identificara con un réquiem de Mozart, por doquier predominaba el estridente ritmo del rap “Del Muerto”.
Algunas de las cajas fúnebres estaban dispuestas en espectaculares plataformas de movimiento circulatorio para que detalladamente fueran admirados su diseño, manufactura, terminado, comodidad, y color. En la lenta rotación, lánguidamente se levantaba o cerrada la tapa del mismo, dejando al descubierto la fina textura de las telas que acogerían al fututo cadáver y los resplandecientes remates de plata pura. Por supuesto, estaba prohibido acostarse en ellos, como quien se prueba un zapato nuevo, por considerarse de mal gusto.
Don Augusto, deambulando lento, iba de sorpresa en sorpresa. En cada uno de los exhibidores, los féretros variaban con sorprendente creatividad. Admiró desde la inviolable presentación germana que impedía el vano intento de escapatoria de suegras desahuciadas, hasta los catafalcos para narcotraficantes clonados, revestidos con hojas de marihuana y grapas de cocaína, pasando por cajones para terroristas con chalecos de bombas bajo las forros; nichos con cerrojos secretos y un par de AK-47 en cruz para comandantes policíacos, y sarcófagos ornamentados con rosas y alcatraces para matrimonios suicidas. De igual forma llamaba la atención un ataúd de doble piso, para la inhumación de apasionados amantes, equipado con un sistema rotatorio para que pudieran intercambiar posiciones: arriba o abajo.
Al retornar a casa, Don Augusto visiblemente se mostraba insatisfecho. Su amigo, se frotaba nervioso las manos, en espera de una amplia descripción de tan singular exposición. Ante el desesperante silencio de neo jubilado, decidió interrogarle.
-¿Cómo le fue?
-Bien.
-¿Bien a secas?
-Si; he visto mejores muestras.
-No me diga.
- Fue como asistir a exposición de nuevos modelos de automóviles. Me causò una profunda desilusión. ¡Vaya!, ni siquiera un coctelito ofrecieron.
-¿No hubo tragos ni botana?
-¡Ni siquiera un botellín de agua! –subrayó contrariado el Don
-Pero cuénteme, cuènteme de Tutankamòn, y de Napoleón y de Stalin.
-Ay, amigo, qué decepción.
-¿…?
-El sarcófago del último rey de Egipto, era una vulgar copia de plástico y al abrirlo, encontré en su interior un muñeco de trapo vendado de cuerpo entero y la famosa máscara funeraria de oro, era una vulgar copia “pirata” de latón.
–No me diga…
-En cuanto a Napoleón, su mausoleo era tan imponente que ni siquiera se podía tocar. El armatoste seguramente fue diseñado para evitarle la posibilidad de padecer una enésima infidelidad de Josefina y otro desastroso Waterloo.
-¿Y qué me dice de Stalin?
-¿Stalin? ¡Ah sí Stalin! El asesino tirano de triste memoria Me lo encontré muy pensativo, sentado a la salida de la expo en una silla apolillada.
-¿Pensativo?
-Si, creo que estaba cavilando cómo explicar al Kremlin la pérdida de su imponente féretro con cubierta de cristal que hacía posible que, anualmente, se captara una considerable derrama de rublos para la Federación Rusa, por miles de turistas ávidos de contemplarle de cuerpo entero en perfecto estado de conservación.
¿Usted cree que estaba pensando en…?
-¿En Siberia? Puede ser…
Thursday, May 15, 2008
NARRACIONES DE UN PENSIONADO
NARRACIONES DE UN PENSIONADO
Por José Dávila Arellano.
Aprendí a escucharle atento; su conversación me gustaba.
Era pensionado, al igual que yo; sin embargo, en su época de oro fue un reconocido periodista. La gente que lo admiraba se dirigía a él con un respetuoso “señor escritor”. .Siempre nos reuníamos al atardecer de cada día martes en la misma banca de una arbolada plazuela y siempre él, con semblante gozoso, empezaba a evocar sus glorias de antaño. Aquel hombre, de paso renqueante, había vivido con gran intensidad y tenía mucho, muchísimo que contar; es por ello que bajo el brazo, siempre acunaba su libreta de apuntes. En sus páginas se resumía todas sus aventuras y desventuras. Odiaba la idea de vaciar tales experiencias en un “Diario” quinceañero. Su nombre: Augusto. Así, a secas.
-¡El único diario en el que he trabajado fue mi periódico! –advertía molesto.
Aunque ya cargaba en sus hombros el peso del tiempo, todavía se le advertía firme. Sin embargo, en la mirada asomaba la niebla de la añoranza que le causaba el recuerdo.
En esta ocasión don Augusto se mostraba nervioso, inquieto. Su inseparable amigo de la calle, porque en la calle se habían conocido y en la calle siempre se encontraban para encaminar sus pasos hacia el resguardo de un jardincillo en donde se encontraba su banca favorita, no se atrevía a preguntar el motivo de su disgusto, so pena de recibir una colérica reprimenda. Juntos parecían el remedo de don Quijote y Sancho Panza.
Así pues, en silencio se acomodaron en su guarida y permanecieron en silencio.
Don Augusto, fumador empedernido, fumaba sin cesar, exhalando el humo como un búfalo en celo. Tal parecía que con ello daba rienda suelta a su mal humor. Tras encender un nuevo cigarrillo, comentó entre dientes: “No habrá nada…”
Su amigo, tomado por sorpresa, se atrevió a cuestionarle en voz baja:
-¿Cómo dice, don Augusto?
-¿Acaso está sordo? –éste reclamó y en voz alta repitió lento, pero con todos los decibeles de que aún eran capaces sus cuerdas vocales:
-¡Qué-no- habrá- nada!
-¿Nada? ¿Nada de qué, don?
-¡De que no habrá aumento a nuestras miserables pensiones!
-Pero si el gobierno prometió…
-El gobierno, sí claro, el gobierno, ¡Usted siempre cree en lo que dice el gobierno!
El amigo, dubitativo, se atrevió a comentar:
-¿Es que acaso tenemos otra esperanza?
Don Augusto, tiró su humeante colilla. Rumiando por lo bajo, destemplado, empezó a buscar con enojo en todos sus bolsillos, hasta encontrar la ajada cajetilla de cigarrillos. Sacó uno con precipitación, se lo llevó a los labios y luego lo encendió cuando saltó la flama del cerillo.
Una fumada; una más y siguió otra y otra más. Don Augusto se removía inquieto, como buscando con quién o dónde descargar su ira. “¡Así que nada de nada! Somos menos que seres desechables, después de que nos han exprimido hasta el tuétano”, maldijo.
-Cierto, don Augusto.
-¡Qué piensan esos idiotas! ¡Que con nuestra mísera pensión podemos irnos de vacaciones a la Riviera francesa!
-No desde luego que no…
-¡Carajo, apenas alcanza para pagar la renta de un maldito cuarto, pan, leche y cigarros!
-Yo no gasto en cigarros –acotó el amigo.
-¡¿Entonces en qué los gasta?!
-En un plato de frijoles. Al menos, eso no me falta todos los días.
-¡Pues debía de fumar para que se diera cuenta como vuelan los centavos!
Impresionado el amigo por la respuesta, se concedió ánimos para advertir sin convicción: “Tiene razón don, lo pensaré…”
El “don” asintió con la cabeza y luego, susurrando, evocó: “Ah, qué días aquellos”
-¿Cuáles, señor?
-Mis tiempos de periodista, ¡cuáles si no! Entonces vivía bien. No era salariado, era “free lance”
-Free… ¿qué?
-Free lance; así se dice en extranjero cuando se es colaborador libre. Escribía mis columnas, reflexiones y ensayos en diversos periódicos y siempre de política, el tema que más me dejaba. No sólo dinero; sino una montaña de alabanzas, banquetes, cenas, mujeres, bebidas, regalos, viajes. ¡Qué época más maravillosa! El mundo lo tenía aquí ¡en mi mano! Y…
-¿Y…?
-De mi mano se me fue –confesó don Augusto, con atisbos de arrepentimiento-. No supe prever, menos aún ahorrar. Estaba henchido de soberbia. Creí que todo sería para siempre. Me había convertido en el columnista estrella, todo mundo me temía… ¡hasta que me estrellé
!
-¿Cómo?
-Sí, me estrellé con mi automóvil. Conducía inconsciente; para decirlo claro, borracho hasta las orejas. Y la borrachera me heredó un nuevo título: “Pensionado por invalidez”.
-Lo siento don Augusto.
-¡No requiero de su lástima!
-No, no, señor, no es lástima, es tan solo que…
-¿Y sabe qué es lo que más me indigna?
-No, no lo sé.
-Que ahora todos los pensionados, cada seis meses, tenemos que hacer cola ante una ventanilla, para dar fe de estar vivos ante un burócrata de pacotilla.
-¿Cómo? ¿Cada seis meses tenemos que qué…?
-Dar fe de que estamos vivitos y coleando, amigo mío. De lo contrario nos cancelarán la pensión.
-Pero es que eso es más humillante que la miserable dádiva.
Entonces, inconsciente, el viejo Augusto, explotó: “Cierto. Pero van a ver; ¡mañana mismo lo voy a escribir en el periódico!
La utopía, lentamente, se fue diluyendo con las primeras tinieblas del anochecer, así como las sombras encorvadas de los dos amigos.
-
Por José Dávila Arellano.
Aprendí a escucharle atento; su conversación me gustaba.
Era pensionado, al igual que yo; sin embargo, en su época de oro fue un reconocido periodista. La gente que lo admiraba se dirigía a él con un respetuoso “señor escritor”. .Siempre nos reuníamos al atardecer de cada día martes en la misma banca de una arbolada plazuela y siempre él, con semblante gozoso, empezaba a evocar sus glorias de antaño. Aquel hombre, de paso renqueante, había vivido con gran intensidad y tenía mucho, muchísimo que contar; es por ello que bajo el brazo, siempre acunaba su libreta de apuntes. En sus páginas se resumía todas sus aventuras y desventuras. Odiaba la idea de vaciar tales experiencias en un “Diario” quinceañero. Su nombre: Augusto. Así, a secas.
-¡El único diario en el que he trabajado fue mi periódico! –advertía molesto.
Aunque ya cargaba en sus hombros el peso del tiempo, todavía se le advertía firme. Sin embargo, en la mirada asomaba la niebla de la añoranza que le causaba el recuerdo.
En esta ocasión don Augusto se mostraba nervioso, inquieto. Su inseparable amigo de la calle, porque en la calle se habían conocido y en la calle siempre se encontraban para encaminar sus pasos hacia el resguardo de un jardincillo en donde se encontraba su banca favorita, no se atrevía a preguntar el motivo de su disgusto, so pena de recibir una colérica reprimenda. Juntos parecían el remedo de don Quijote y Sancho Panza.
Así pues, en silencio se acomodaron en su guarida y permanecieron en silencio.
Don Augusto, fumador empedernido, fumaba sin cesar, exhalando el humo como un búfalo en celo. Tal parecía que con ello daba rienda suelta a su mal humor. Tras encender un nuevo cigarrillo, comentó entre dientes: “No habrá nada…”
Su amigo, tomado por sorpresa, se atrevió a cuestionarle en voz baja:
-¿Cómo dice, don Augusto?
-¿Acaso está sordo? –éste reclamó y en voz alta repitió lento, pero con todos los decibeles de que aún eran capaces sus cuerdas vocales:
-¡Qué-no- habrá- nada!
-¿Nada? ¿Nada de qué, don?
-¡De que no habrá aumento a nuestras miserables pensiones!
-Pero si el gobierno prometió…
-El gobierno, sí claro, el gobierno, ¡Usted siempre cree en lo que dice el gobierno!
El amigo, dubitativo, se atrevió a comentar:
-¿Es que acaso tenemos otra esperanza?
Don Augusto, tiró su humeante colilla. Rumiando por lo bajo, destemplado, empezó a buscar con enojo en todos sus bolsillos, hasta encontrar la ajada cajetilla de cigarrillos. Sacó uno con precipitación, se lo llevó a los labios y luego lo encendió cuando saltó la flama del cerillo.
Una fumada; una más y siguió otra y otra más. Don Augusto se removía inquieto, como buscando con quién o dónde descargar su ira. “¡Así que nada de nada! Somos menos que seres desechables, después de que nos han exprimido hasta el tuétano”, maldijo.
-Cierto, don Augusto.
-¡Qué piensan esos idiotas! ¡Que con nuestra mísera pensión podemos irnos de vacaciones a la Riviera francesa!
-No desde luego que no…
-¡Carajo, apenas alcanza para pagar la renta de un maldito cuarto, pan, leche y cigarros!
-Yo no gasto en cigarros –acotó el amigo.
-¡¿Entonces en qué los gasta?!
-En un plato de frijoles. Al menos, eso no me falta todos los días.
-¡Pues debía de fumar para que se diera cuenta como vuelan los centavos!
Impresionado el amigo por la respuesta, se concedió ánimos para advertir sin convicción: “Tiene razón don, lo pensaré…”
El “don” asintió con la cabeza y luego, susurrando, evocó: “Ah, qué días aquellos”
-¿Cuáles, señor?
-Mis tiempos de periodista, ¡cuáles si no! Entonces vivía bien. No era salariado, era “free lance”
-Free… ¿qué?
-Free lance; así se dice en extranjero cuando se es colaborador libre. Escribía mis columnas, reflexiones y ensayos en diversos periódicos y siempre de política, el tema que más me dejaba. No sólo dinero; sino una montaña de alabanzas, banquetes, cenas, mujeres, bebidas, regalos, viajes. ¡Qué época más maravillosa! El mundo lo tenía aquí ¡en mi mano! Y…
-¿Y…?
-De mi mano se me fue –confesó don Augusto, con atisbos de arrepentimiento-. No supe prever, menos aún ahorrar. Estaba henchido de soberbia. Creí que todo sería para siempre. Me había convertido en el columnista estrella, todo mundo me temía… ¡hasta que me estrellé
!
-¿Cómo?
-Sí, me estrellé con mi automóvil. Conducía inconsciente; para decirlo claro, borracho hasta las orejas. Y la borrachera me heredó un nuevo título: “Pensionado por invalidez”.
-Lo siento don Augusto.
-¡No requiero de su lástima!
-No, no, señor, no es lástima, es tan solo que…
-¿Y sabe qué es lo que más me indigna?
-No, no lo sé.
-Que ahora todos los pensionados, cada seis meses, tenemos que hacer cola ante una ventanilla, para dar fe de estar vivos ante un burócrata de pacotilla.
-¿Cómo? ¿Cada seis meses tenemos que qué…?
-Dar fe de que estamos vivitos y coleando, amigo mío. De lo contrario nos cancelarán la pensión.
-Pero es que eso es más humillante que la miserable dádiva.
Entonces, inconsciente, el viejo Augusto, explotó: “Cierto. Pero van a ver; ¡mañana mismo lo voy a escribir en el periódico!
La utopía, lentamente, se fue diluyendo con las primeras tinieblas del anochecer, así como las sombras encorvadas de los dos amigos.
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Monday, May 05, 2008
DIOS DIJO QUE NO
DIOS DIJO QUE NO
¡Dios se negó!
Dijo que no, que aún no era tiempo.
Desperté a la vida, ignorando que me habían rescatado de la muerte.
Cuando mis hijos, aún con semblante demudado, me relataron lo acontecido, me cimbré de pies a cabeza. Un chicotazo de pasmo me sobrecogió el alma y me dejó en un estado de plena indefensión. Desde entonces no puedo deshacerme del desconcierto que se finca en el simple hecho de que deambulé por el pórtico de un recorrido sin retorno. A casi dos meses de distancia de lo ocurrido, todavía experimento una mezcla de azoro y miedo súbito.
Incrédulo, no logro digerir el hecho real de que resucité. De que “algo” o “alguien”, decidió concederme una segunda oportunidad de vida.
Es una realidad: ahora vivo tiempo extra.
Cuando me trasladaron al quirófano para practicarme una complicaba operación de recambio de prótesis de cadera, me dominaba la resignación que nace de lo inevitable, pero con la certeza de que estaba en buenas manos. No experimentaba temor alguno y menos sospechaba una contingencia inesperada.
En la plancha operatoria, adopté la postura que se me indicó y dócil fui un simple espectador de cómo me inyectaban la anestesia en la vena. ¿Cuándo se hizo la oscuridad? No lo sé. Simplemente se apagó la luz…que pudo ser para siempre.
Tres horas después se concluía con éxito la operación. Satisfechos, los doctores especialistas abandonaron la sala, menos la cardióloga. A cargo se quedaba un médico internista, quien habría de trasladarme a mi habitación. Por una desconocida razón la doctora había retardado su partida y justo cuando se despedía, se accionò la alarma: mis signos vitales se derrumbaban. La presión arterial se desplomaba sin control; la respiración cesó y el corazón latía lento, cada vez demasiado lento.
¡Paro respiratorio!
Tal parecía que la crisis se derivaba de una conjura de mis pulmones y el corazón. Cuando recobré la razón y tras un puntual relato de que lo había sucedido, me surgió la vena del cuentero e imaginé el diabólico complot:
-¿Estás cansado? –preguntaron los primeros.
-Bastante. Son 74 años de latir sin descanso. ¡Estoy harto! –se quejó el segundo.
-¿Qué tal si nos vamos a dormir? –propusieron los primeros.
-¿Dormir? –cuestionó el segundo.
-Sí, vámonos a dormir junto con él. ¿Vale?
-¡Vale!
Justo cuando se entregaban al reposo, se precipitó la emergencia. ¡No podía irme sin la oportunidad de despedirme! ¡No, todavía no!
-¡Se nos va! ¡Se nos va! –gritaba la cardióloga, en tanto que el personal del hospital se movilizaba de inmediato. La lucha contra el tiempo se tornó frenética. La doctora, con el rostro desencajado, actuaba con rapidez. En instantes, el quirófano se había convertido en un ordenado pandemónium. Cada quien hacía su trabajo, hasta lograr que mis signos vitales empezaran a recuperarse. Sin dudar un segundo más, se me internó en terapia intensiva. El tiempo estaba en contra; pero la esperanza persistía. Horas después mi precaria condición al fin se empezaba a restablecer.
¿Qué habría ocurrido si la cardióloga hubiera estado ausente? ¡Ella fue quien me salvó! Después, también me enteraría que el cirujano en jefe comentó que si la crisis se hubiera presentado cuando me trasladaban a mi cuarto o ya me encontrara en él, la historia sería diferente.
Entonces, entre una maraña de reflexiones que enajenaban mi conciencia, desconcertado, llegué a pensar que quizá, después de todo, hubiese sido una muerte perfecta: ajeno a la visita de la guadaña, dormido, iniciaría el viaje al más allá sin experimentar miedo, dolor, angustia y menos aún, una larga agonía. Estoy convencido que lo anterior se derivaba de un cobarde conformismo, producto de soportar por largas décadas el diario dolor. Sin duda alguna, un desenlace hermanado a un acendrado egoísmo.
Sin embargo, reaccionaba y me sacudía tan reprobables pensamientos, consciente de que era un ser privilegiado y me sumergía en un mar de especulaciones. Buscaba inútilmente una razón: ¿Una fugaz coincidencia? ¿Una casualidad? ¿Cosas del destino? ¿Jugarretas del azar? Sinceramente no lo creía.
Tras muchas vueltas en el laberinto de la negación, sin remedio desembocaba en la única razón valedera. ¿Un milagro? Pienso que sí
Sólo Él podía concederme una segunda oportunidad de vida.
En mi yo interno algo me dice que no fue un evento fortuito; que debe existir una explicación que rebasa mi fuerza de entendimiento. Al respecto, estoy convencido que existe algo supremo que rige mi reloj de arena y que aún no es la hora de la partida final.
¿Qué es lo que me aferra a la vida? Sin duda, tareas pendientes que cumplir. ¿Cuáles son? Las ignoro.
En tanto, ahora disfruto más del sol, del mar azul turquesa, de la suave brisa, del verde de los árboles, de la gente en su conjunto, del grácil volar de las gaviotas, de la sonrisa ajena y, sobre todo, de la compañía de mis seres queridos. Todos sabemos que estuve a punto de cruzar la raya y derivada de una complicidad anunciada, nadie se atreve a mencionar aquellos momentos de pánico.
Es difícil de digerir una experiencia de esta naturaleza. Sobre todo cuando no se contempla un riesgo inminente y después se concluye que pude fallecer sin percatarme de ello. Los hechos, ahí están. Por ende, todavía me representan un quebradero de cabeza: en la peor crisis de mi vida, estuve ausente.
Hoy, ya restablecido, todavía soy presa de lo desconocido.
Sí lo sé, soy un resucitado.
¡Dios se negó!
Dijo que no, que aún no era tiempo.
Desperté a la vida, ignorando que me habían rescatado de la muerte.
Cuando mis hijos, aún con semblante demudado, me relataron lo acontecido, me cimbré de pies a cabeza. Un chicotazo de pasmo me sobrecogió el alma y me dejó en un estado de plena indefensión. Desde entonces no puedo deshacerme del desconcierto que se finca en el simple hecho de que deambulé por el pórtico de un recorrido sin retorno. A casi dos meses de distancia de lo ocurrido, todavía experimento una mezcla de azoro y miedo súbito.
Incrédulo, no logro digerir el hecho real de que resucité. De que “algo” o “alguien”, decidió concederme una segunda oportunidad de vida.
Es una realidad: ahora vivo tiempo extra.
Cuando me trasladaron al quirófano para practicarme una complicaba operación de recambio de prótesis de cadera, me dominaba la resignación que nace de lo inevitable, pero con la certeza de que estaba en buenas manos. No experimentaba temor alguno y menos sospechaba una contingencia inesperada.
En la plancha operatoria, adopté la postura que se me indicó y dócil fui un simple espectador de cómo me inyectaban la anestesia en la vena. ¿Cuándo se hizo la oscuridad? No lo sé. Simplemente se apagó la luz…que pudo ser para siempre.
Tres horas después se concluía con éxito la operación. Satisfechos, los doctores especialistas abandonaron la sala, menos la cardióloga. A cargo se quedaba un médico internista, quien habría de trasladarme a mi habitación. Por una desconocida razón la doctora había retardado su partida y justo cuando se despedía, se accionò la alarma: mis signos vitales se derrumbaban. La presión arterial se desplomaba sin control; la respiración cesó y el corazón latía lento, cada vez demasiado lento.
¡Paro respiratorio!
Tal parecía que la crisis se derivaba de una conjura de mis pulmones y el corazón. Cuando recobré la razón y tras un puntual relato de que lo había sucedido, me surgió la vena del cuentero e imaginé el diabólico complot:
-¿Estás cansado? –preguntaron los primeros.
-Bastante. Son 74 años de latir sin descanso. ¡Estoy harto! –se quejó el segundo.
-¿Qué tal si nos vamos a dormir? –propusieron los primeros.
-¿Dormir? –cuestionó el segundo.
-Sí, vámonos a dormir junto con él. ¿Vale?
-¡Vale!
Justo cuando se entregaban al reposo, se precipitó la emergencia. ¡No podía irme sin la oportunidad de despedirme! ¡No, todavía no!
-¡Se nos va! ¡Se nos va! –gritaba la cardióloga, en tanto que el personal del hospital se movilizaba de inmediato. La lucha contra el tiempo se tornó frenética. La doctora, con el rostro desencajado, actuaba con rapidez. En instantes, el quirófano se había convertido en un ordenado pandemónium. Cada quien hacía su trabajo, hasta lograr que mis signos vitales empezaran a recuperarse. Sin dudar un segundo más, se me internó en terapia intensiva. El tiempo estaba en contra; pero la esperanza persistía. Horas después mi precaria condición al fin se empezaba a restablecer.
¿Qué habría ocurrido si la cardióloga hubiera estado ausente? ¡Ella fue quien me salvó! Después, también me enteraría que el cirujano en jefe comentó que si la crisis se hubiera presentado cuando me trasladaban a mi cuarto o ya me encontrara en él, la historia sería diferente.
Entonces, entre una maraña de reflexiones que enajenaban mi conciencia, desconcertado, llegué a pensar que quizá, después de todo, hubiese sido una muerte perfecta: ajeno a la visita de la guadaña, dormido, iniciaría el viaje al más allá sin experimentar miedo, dolor, angustia y menos aún, una larga agonía. Estoy convencido que lo anterior se derivaba de un cobarde conformismo, producto de soportar por largas décadas el diario dolor. Sin duda alguna, un desenlace hermanado a un acendrado egoísmo.
Sin embargo, reaccionaba y me sacudía tan reprobables pensamientos, consciente de que era un ser privilegiado y me sumergía en un mar de especulaciones. Buscaba inútilmente una razón: ¿Una fugaz coincidencia? ¿Una casualidad? ¿Cosas del destino? ¿Jugarretas del azar? Sinceramente no lo creía.
Tras muchas vueltas en el laberinto de la negación, sin remedio desembocaba en la única razón valedera. ¿Un milagro? Pienso que sí
Sólo Él podía concederme una segunda oportunidad de vida.
En mi yo interno algo me dice que no fue un evento fortuito; que debe existir una explicación que rebasa mi fuerza de entendimiento. Al respecto, estoy convencido que existe algo supremo que rige mi reloj de arena y que aún no es la hora de la partida final.
¿Qué es lo que me aferra a la vida? Sin duda, tareas pendientes que cumplir. ¿Cuáles son? Las ignoro.
En tanto, ahora disfruto más del sol, del mar azul turquesa, de la suave brisa, del verde de los árboles, de la gente en su conjunto, del grácil volar de las gaviotas, de la sonrisa ajena y, sobre todo, de la compañía de mis seres queridos. Todos sabemos que estuve a punto de cruzar la raya y derivada de una complicidad anunciada, nadie se atreve a mencionar aquellos momentos de pánico.
Es difícil de digerir una experiencia de esta naturaleza. Sobre todo cuando no se contempla un riesgo inminente y después se concluye que pude fallecer sin percatarme de ello. Los hechos, ahí están. Por ende, todavía me representan un quebradero de cabeza: en la peor crisis de mi vida, estuve ausente.
Hoy, ya restablecido, todavía soy presa de lo desconocido.
Sí lo sé, soy un resucitado.
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