PACTO DE AMOR
Por José Dávila
Fue de común acuerdo. Yo la enterraría o ella me incineraría...
Yo la llevaría al cementerio de San Sebastián de su pueblo natal y ella me arrojaría al mar. Sin embargo, existía una condición, un voto inviolable.
Quien sobreviviera debería vivir en la misma casa en donde la felicidad siempre nos cobijó, sin derramar una lágrima.
¿Quién de los dos propuso lo que se antojaba un futuro martirio? Ella, por supuesto. Siempre más lúcida y realista vislumbraba que ésta era la única forma de sobrevivir la ausencia del ser amado. Huir, buscar otra estancia, otro paisaje, otro país, sería escoger la puerta falsa. La única forma para superar el desamparo era enfrentarlo cara a cara.
Transcurrieron muchos años, tantos que ya había olvidado nuestro pacto, quizá por que nadie en sus cabales piensa en morirse al día siguiente y en contraposición confía erróneamente que tiene la vida comprada.
Éramos una pareja inseparable que no requería de hablar para entendernos; bastaba vernos a los ojos para adivinar lo que cada quien deseaba. Nos satisfacía sentir el calor de nuestras manos para entrelazar la ternura y enloquecíamos cuando hacíamos el amor.
No requeríamos de estar juntos en la misma habitación para sentirnos acompañados, amados o comprendidos. En cualquier lugar que fuese, siempre sentíamos la presencia del otro.
Ella era feliz; yo era feliz. Ella había buscado el amor sin encontrarlo hasta que tropezó conmigo. Yo, traicionado, había encadenado mi corazón hasta que tropecé con ella.
Dicen que el amor nunca es para siempre. Para nosotros lo fue, al menos hasta que ella murió un día después de celebrar nuestras bodas de plata.
En efecto, 25 años de entrañable convivencia plena de entrega sin condición. Sin esperar más de lo que cada uno podía aportar. Ella nunca me pudo dar un hijo; lo deseaba más que yo. Sin embargo, tampoco se amargó. Con humildad aceptó lo que Dios le ofrecía sin renegar, reclamar o maldecir. Por supuesto, bien lo sé, sufrió mucho, pero escondió su dolor, lo acunó con admirable entereza y le sonrió a cada nuevo amanecer consciente de que era una mujer amada y no permitiría que el infortunio le quebrara el espíritu. Valiente asumió su destino y se convirtió en la principal razón de mi existir.
No se dejó derrotar. Nunca. Jamás. Ni siquiera en su lecho de muerte. Su última mirada me recordó nuestra promesa. Y la cumplí...
Regresar al hogar que fue nuestro baluarte, no fue cosa fácil. Cuando abrí la puerta sentí el primer latigazo de la soledad. La desolación me flageló. ¿Por qué demonios no fui yo el que falleció primero? ¿Acaso tendría el valor de ella para vivir rodeado de tantos recuerdos, día tras día, noche tras noche, siempre acompañado de las sombras de mil recuerdos, de retratos, de cartas, del olor de su cuerpo latente en su ropa y el aroma de su fragancia favorita. ¡Ay, cuánta tortura!
Despertar en compañía de un imponente silencio era sentir un nuevo golpe en el estómago y el ahogo de un nudo en la garganta. Deambular por la recámara, por la cocina, por la sala, equivalía a transitar por un camposanto. Tanto evocación agolpada me laceraba y por momentos creía ver su grácil figura que pronto se desvanecía dejando tras de si su luminosa sonrisa. Inconsciente buscaba sin encontrar. Entonces, pronto salía a la calle sin rumbo definido e inventaba vanos pretextos para demorar el regreso a una fría prisión.
El duelo se tornaba infinito, como infinito vivía mi amor por ella. En casa permanecía mudo, no hablaba para no escuchar el eco de mi voz. Ni radio ni televisión ni libros ni nada. Sólo su memoria. Sólo vigente el dolor, la amargura, el insomnio, la evasión, la rebeldía ante los misterios de la vida.
¿Cuánto tiempo permaneció viva la desventura? No lo sé. En verdad lo desconozco porque para mí el tiempo se había detenido mordisqueando mi pena. Me condolía como un miserable sin entender que la estaba traicionando, que había sido afortunado de compartir su compañía y que si me condicionó a vivir en nuestra morada de siempre, fue porque su espíritu siempre estaría ahí. Jamás me abandonaría. Su presencia se palpaba por doquier; en su sillón preferido, en el lecho, tras las cortinas, en las luces del candil, en la mesita del centro, en el librero, en el balcón, en las rosas del jardín, en cada cuadro se donde escondía el nicho de nuestro amor.
Cuando lo entendí, el luto desapareció y retorné al trabajo. El sol volvió a brillar el viento a refrescar y la sonrisa renacer. Había vuelto a la vida enriquecida por tantas y tantas reminiscencias. Sólo una cosa me preocupaba: ¿Ahora quién arrojaría mis cenizas al mar?
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