EL HOMBRE QUE OLÍA A PESCADO
-El niño huele raro –advirtió la nana, refiriéndose al pequeño Lucio
-Cámbiale el pañal –sugirió la mamá
La nana obedeció; con ternura aseó al bebé y volvió a insistir.
-No es el pañal, señora; el niño huele raro..
-Entonces báñalo, por favor.
-Ya lo bañé.
-Pues báñalo otra vez.
Una hora más tarde, la nana repitió.
-El niño huele un poquito mal.
-¿Lo bañaste bien?
-Sí, y muy bien, señora.
-¿Qué quieres decirme?
-Huele como a pescado, señora.
Así se marcó la vida de Lucio. Una vida extraña, triste y desolada. Una existencia secuestrada de libertad y sentenciada al destierro.
Poco tiempo después de su nacimiento, le bañaron y le bañaron hasta acabarse los jabones. Cuando se pensaba que el hedor por fin desaparecía, inclemente retornaba. La suerte estaba echada: fuese niño, adolescente, joven o un hombre hecho y derecho, arrastraría tan severo estigma. En la misma medida que Lucio crecía, el olor en el aliento, el sudor y la orina, se tornaba más penetrante. Difícil resultaba mantenerse a su lado; pese a todo. los padres confiaban en el tiempo: Su organismo corregiría lo incorregible.
Consultaron una larga cadena médica con eslabones de pediatras, especialistas y curanderos.. Cada uno de ellos especulaba; tan insólita emanación corporal podría derivarse por falta de higiene, gingivitis, infección urinaria o alguna desconocida enfermedad del hígado o el riñón. En pocas palabras, no tenían respuesta. Terminaban por encogerse de hombros
Con el paso del tiempo, Lucio nunca se acostumbró al fastidioso olor a pez. Pronto empezó a sufrir las consecuencias: cuando salía a la calle, los gatos, relamiéndose los bigotes, lo asediaban con el hambre retratada en la mirada. La solución fue comprarle un perro guardián, el cual, renuente, lo defendía a causa de su nobleza y lealtad, más no por la desagradable emanación del pequeño amo.
. Al tener de origen descompuestas las glándulas odoríferas, Lucio nunca tuvo amigos con quien jugar. Vivía enclaustrado; la soledad era apenas mitigada por la ocasional compañía de la madre, quien no podía evitar taparse las narices con un pañuelo. El padre, igual que los demás, se alejaba. Cuando se intentó enviarlo a la escuela primaria, le expulsaron aún antes de inscribirlo. Entonces conoció el profundo sentimiento del rechazo. En el barrio se le conocía como “El apestado”, porque en realidad apestaba. Así las cosas, se resistía a salir de casa; no soportaba las brutales burlas o los gestos de condena del vecindario.
En tanto, se había dado a la búsqueda de inútiles remedios: hacía buches de hierbabuena, hojas de azahar y té de eucalipto; con desesperación restregaba su cuerpo con detergente, lo rociaba con alcohol y lociones baratas, lo untaba con cremas, talco y bicarbonato. Por unos instantes parecía haber encontrado la solución, hasta orinar en el baño; como por obra de magia resucitaba el legado conferido.
Olía a pescado y empezó a creer que era un pescado. Una mañana, cuando nadie le veía, fue hasta a la sala y metió la cabeza en la pecera para convivir con cinco alegres pescaditos de vivos colores; quizá podrían ser los únicos compañeros. Los pececillos le vieron con asombro y pensaron que se trataba de un loco más de la especie humana. Displicentes, le dieron la espalda y navegaron hasta el polo opuesto. Triste, Lucio regresó a la celda.
En el más consumado ostracismo, segundo a segundo, hora tras hora, día tras semana, mes a mes de cada uno de los años acumulados, se preguntaba incesante: “¿Por qué huelo a pescado?” Cuando alcanzó la adolescencia, también le alcanzó el insomnio y empezó a comprender que no era un ser humano, sino un fenómeno. Como tal debía aceptarse. A medida que se desarrollaba, más se agudizaba el olor.
Con un claro sentimiento de vergüenza, de vez en cuando se aventuraba al exterior. Tenía ansias de liberación; deseaba que el sol le reanimara el espíritu, el viento le golpeara la cara, y la lluvia le refrescara el pensamiento. Quienes lo atisbaban, de inmediato brincaban a la acera contraria, se tapaban las narices, corrían como si vieran al diablo o se metían a las casas. Lucio no era ajeno: sufría y al incrementarse su estrés, atrás dejaba una maloliente estela aún más densa. Imposible le resultaba establecer superficiales relaciones personales. Se sentía solo en el mundo.
Entonces tuvo una idea brillante: recurrió a los basureros municipales. Los pepenadores, acostumbrados a la pestilencia, se extrañaron, pero humildes le ofrecieron amistad. A consecuencia de ello las cosas empeoraron; cuando llegaba casa ya no olía a pescado, ¡olía a rayos! Padre y madre, impotentes, sentenciaron nueva reclusión.
No era necesario adivinar que la juventud de Lucio estuviera asociada a síntomas depresivos, de baja autoestima, de frustración y explosiones de ansiedad. Vedado tenía el camino al amor; las mujeres no le resistían. A final de cuentas se convirtió en un personaje mudo. Empero, no podía seguir prisionero de cuatro paredes, las cuales, si tuvieran voz y voto, ya le habrían dado una patada en el trasero.
Al bordear los límites de la esquizofrenia, resolvió valerse por sí mismo. Explicó su decisión y abandonó el hogar. Recorriendo calles, barrios y plazuelas, buscaba una ocupación solitaria para no incomodar a nadie. Antes de cualquier presentación fumaba cigarro tras cigarro y el humo lo exhalaba entre las ropas, sin olvidarse de los sobacos. Pueril intento El resultado final, era de suyo repetitivo. Sin embargo, alguien le contrató como velador en una fábrica: el olor a pescado muerto ahuyentaría al ladrón más avezado. Luego de una semana, los muros de la empresa se impregnaron de la roñosa esencia de Lucio y le despidieron sin previo aviso.
Después, un ducho buscador de extrañezas, le recomendó con el dueño de un circo. Si en el programa ya tenía a “La mujer araña”, al “Hombre boa”, al “Niño de dos cabezas” o al “Minitauro de Jacaltzingo”, ¿por qué no enrolar al primer “Pescado humano”? De inmediato se aceptó la sugerencia; sin duda sería un éxito. Lucio debía acostarse boca abajo sobre una mesa cubierta con un mantel de color azul mar, para que meneara la cola y las aletas dorsales; después se convulsionaría como lo hacen todos los marlines apresados por el anzuelo..
El hombre pescado, aceptó. Para el día del estreno, le diseñaron un grotesco disfraz de pez espada de color tornasolado tan rabón que el pico le quedó empotrado en la frente como un unicornio. Al verle, la gente estalló en risa.. A la señal del cirquero, acompañado por el redoble de un tambor y de fondo la música de “Las Valquirias”, Lucio empezó a coletear; tan burdas eran las sacudidas de las aletas y la famosa espada que el público empezó a rezongar. El abucheo se generalizó, amenazando bronca. De pronto, tal como estaba planeado, sucedió: Lucio empezó a transpirar y el olor a extenderse por el lunetario, las plateas y las galerías. La gente dejó de silbar; asqueada abandonó la carpa. “El pescado humano” no respondió a la expectación deseada y esa misma noche fue decapitada la audaz incursión circense.
Cuando caminaba solitario por un baldío, le abordó un hombre protegido por una máscara antigás. Lucio se sobresaltó, pero de inmediato el enmascarado le tranquilizó y se identificó como Fujiro Takama, empresario japonés, quien le explicó que a los hijos del sol naciente les gusta mucho el pescado crudo, en especial las ballenas. Para tal efecto, le propuso adquirir los derechos de autor del “Pescado humano” para fabricar en serie el primer muñeco escatológico de la historia. Lucio no sabía si reír o llorar. Su vida era un desastre y ni siquiera conocía la causa de tanta desgracia.
Tras incierto vagabundear, una mujer le olfateó, le alcanzó y le confesó: “Tú hueles igual a mí”. Lucio no lo podía creer. No era el único apestoso en el globo terráqueo. Aquella persona, cuyo nombre jamás conoció, le informó. “Tú eres víctima del síndrome de olor a pescado, una inusual enfermedad genética derivada del hígado incapaz de metabolizar la trimetilamina, una sustancia química originada por bacterias intestinales en un proceso natural. También le fue franca: “No existe ningún tratamiento para sanar la enfermedad. Escasamente existen de 200 a 300 casos en todo el orbe. “¡Ah! -le advirtió por último- entre más te angusties, más olerás”
Saber la verdad, le reconfortó. Ahora estaba cierto del futuro. Se empleó en una pescadería en donde con inusitado furor y admirable destreza degollaba, destripaba y fileteaba pescados. Por vez primera en su existir, nadie le rechazaba. En la bodega todos hedían rancio.
Así transcurrió la oscura vida de Lucio, destazándose a sí mismo...
Saturday, September 19, 2009
VAMPIROS DE NUEVA GENERACIÓN
VAMPIROS DE NUEVA GENERACIÓN.
Por José Dávila A.
Soy un vampiro “light”
Me gusta la hemoglobina, pero embasada. Cierto que no tiene el mismo sabor que la natural a causa de los conservadores que le mezclan para prolongar su fecha de caducidad; sin embargo, me evito el mal sabor de boca que me produce hincar un cuello grasoso y mugriento.
¡Qué asco por Dios! ¿Cómo es posible que le gente no se bañe? En el pasado bañarse era un exquisito ritual. La gente era hermosamente limpia. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Degustar un colmillazo en un desnudo hombro femenino, terso, limpio, con olor a lavanda fina, era un agasajo. Un auténtico manjar digno de los dioses del Olimpo.
Hoy se recurre a lociones y perfumes “piratas” para disimular la peste que emana de los sobacos. ¡Qué horror!
La sangre es para mí como el agua para el ser humano.
La consumo todos los días. Sin embargo, se presentan épocas de sequias para lo cual ya cuento con una reserva de emergencia. Mi insaciable gusto por ella, en un pasado reciente, no encontraba límites. Siempre existían nuevos candidatos para ser degustados, sin importar credo, sexo, raza o color. La sangre era la sangre. ¡Era un verdadero festín!
Basta decir, para no quedarme corto, que he succionado sangre real. Bueno, todavía así se autoproclaman seres privilegiados cuyo dudoso abolengo deriva de un nombramiento hecho a la medida en cualquier imprenta clandestina. Basta proporcionar tu primer apellido para que en un abrir y cerrar de ojos te expidan un comprobante que respalda las raíces de de un impresionante árbol genealógico, como si tramitaras la credencial de elector.
Además, tengo tarjeta de crédito universal para todos los bancos de sangre en el mundo. Por lo tanto, no me preocupa ni el desayuno ni el almuerzo ni la comida o la cena. De igual forma, prevenido como siempre, en una congeladora tengo reservada una estimable dotación de sobres con plaquetas certificadas.
Por supuesto que ignoro si soy pariente de los primeros vampiros humanos que se originaron en Persia, de las pinturas rupestres de hombres luchando contra extrañas criaturas que intentan hincar sus colmillos en sus pescuezos, del mítico Drácula o de la “Condesa Sangrienta”, Elizabeth Bathory, famosa aristócrata húngara acusada de secuestrar y torturar a numerosas jovencitas hasta su muerte, con el objetivo de bañarse y de beber su sangre. Creía que, de esta manera, preservaría su juventud y su belleza.
Es por ello que, después de cada “alimento” me cepillo rabiosamente los colmillos, hago gárgaras con carbonato de calcio, mantengo al día mis citas médicas con el Seguro Social, y, bimestralmente, recurro a la hemodiálisis para depurar mi torrente sanguíneo de toxinas renuentes que navegan por mi sistema circulatorio.
En resumen soy un vampiro discreto en extremo escrupuloso. Formo parte de una generación elitista que discrimina a drogadictos o candidatos en vías de contraer Sida o el AH1N1.
Más vale prevenir que lamentar…
Por José Dávila A.
Soy un vampiro “light”
Me gusta la hemoglobina, pero embasada. Cierto que no tiene el mismo sabor que la natural a causa de los conservadores que le mezclan para prolongar su fecha de caducidad; sin embargo, me evito el mal sabor de boca que me produce hincar un cuello grasoso y mugriento.
¡Qué asco por Dios! ¿Cómo es posible que le gente no se bañe? En el pasado bañarse era un exquisito ritual. La gente era hermosamente limpia. ¡Ah, qué tiempos aquellos! Degustar un colmillazo en un desnudo hombro femenino, terso, limpio, con olor a lavanda fina, era un agasajo. Un auténtico manjar digno de los dioses del Olimpo.
Hoy se recurre a lociones y perfumes “piratas” para disimular la peste que emana de los sobacos. ¡Qué horror!
La sangre es para mí como el agua para el ser humano.
La consumo todos los días. Sin embargo, se presentan épocas de sequias para lo cual ya cuento con una reserva de emergencia. Mi insaciable gusto por ella, en un pasado reciente, no encontraba límites. Siempre existían nuevos candidatos para ser degustados, sin importar credo, sexo, raza o color. La sangre era la sangre. ¡Era un verdadero festín!
Basta decir, para no quedarme corto, que he succionado sangre real. Bueno, todavía así se autoproclaman seres privilegiados cuyo dudoso abolengo deriva de un nombramiento hecho a la medida en cualquier imprenta clandestina. Basta proporcionar tu primer apellido para que en un abrir y cerrar de ojos te expidan un comprobante que respalda las raíces de de un impresionante árbol genealógico, como si tramitaras la credencial de elector.
Además, tengo tarjeta de crédito universal para todos los bancos de sangre en el mundo. Por lo tanto, no me preocupa ni el desayuno ni el almuerzo ni la comida o la cena. De igual forma, prevenido como siempre, en una congeladora tengo reservada una estimable dotación de sobres con plaquetas certificadas.
Por supuesto que ignoro si soy pariente de los primeros vampiros humanos que se originaron en Persia, de las pinturas rupestres de hombres luchando contra extrañas criaturas que intentan hincar sus colmillos en sus pescuezos, del mítico Drácula o de la “Condesa Sangrienta”, Elizabeth Bathory, famosa aristócrata húngara acusada de secuestrar y torturar a numerosas jovencitas hasta su muerte, con el objetivo de bañarse y de beber su sangre. Creía que, de esta manera, preservaría su juventud y su belleza.
Es por ello que, después de cada “alimento” me cepillo rabiosamente los colmillos, hago gárgaras con carbonato de calcio, mantengo al día mis citas médicas con el Seguro Social, y, bimestralmente, recurro a la hemodiálisis para depurar mi torrente sanguíneo de toxinas renuentes que navegan por mi sistema circulatorio.
En resumen soy un vampiro discreto en extremo escrupuloso. Formo parte de una generación elitista que discrimina a drogadictos o candidatos en vías de contraer Sida o el AH1N1.
Más vale prevenir que lamentar…
Monday, April 13, 2009
LOS DOS COMPADRES
LOS DOS COMPADRES
Por José Dávila Arellano.
-No hay más amigo que Dios, ni más pariente que un peso…
-¿Y eso, de “ónde” lo saco compadre Celedonio?
-Ah, pues de un buen libro que leí, compadre Lucio.
Así se iniciaba la conversación del par de compadres en la cantina “Los Tinacales”, antes de pedir la tercera ronda de sus bebidas espirituosas.
-¿Y a qué se debe la mención, “compa”?
-Pues que de ahora en adelante cada quién paga su cuenta –dijo con firmeza Celedonio.
-¡Es que ya no confía en mi compadre Celedonio!- protestó Lucio.
-¿Cómo voy a confiar si siempre tiene a flor de boca una excusa para ni siquiera pagar la propina: “que se le olvidó la cartera, que no ha cobrado su quincena, que le prestó dinero a doña Meche y no se lo ha devuelto, que su señora lo dejó sin un peso mientras dormía, que la próxima vez va por su cuenta y no sé cuántos más pretextos, compadre..?
-Ah qué desconfiado se me ha vuelto usted. Todo lo que me dice que le dije, es cierto, como el oro es oro, y la burra rebuzna a las seis de la mañana.
-El sordo no oye pero bien que lo compone. Pues ya lo sabe compadre Lucio, lo que leí es pura ley si no deseamos perder la amistad.
-¿Es que ya no soy su amigo, “compa” Celedonio?
-Pues bien ha bien visto, “compa” Lucio, pues la mera verdad creo que ya no, y que nomas se aprovecha de mis gentilezas. Piensa mal y acertaras…
-¿Qué, qué dice? ¿Acaso ya no soy su “best friend”?
-Mire, sin que se ofenda, un amigo, lo que se dice un amigo, nace con el tiempo; el que siempre está con usted en las buenas y las malas, codo con codo; el que lo felicita cuando tiene éxito, el que lo consuela en momentos de dolor, el que lo apoya en temporada de vacas flacas, el que no pide prestado sino está cierto de pagar el favor; el que respeta a la mujer ajena.
-Compadre Celedonio, ¿pero que me está diciendo? Acaso yo…
-Espéreme, Lucio, espéreme tantito; más vale gota que dure y no chorro que se acabe, y yo todavía no acabo: amigo es el que visita al enfermo que se lo quiere llevar la calaca; el que le lleva flores al panteón, el que brinda por su alma en Navidad y le desea buena suerte el Año Nuevo. Ese es un amigo compadre ¿Ahora me entiende?
-¡Pero si usted todavía no se ha muerto! Dígame en ¿qué le he fallado?
-Mire, por principio de cuentas ni siquiera nos conocíamos sino es porque mi vieja, que siempre anda de mitotera, me propuso para bautizarle su escuincle. Como quien dice nos hicimos compadres “light”. ¿Para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo? Mire Lucio, nos hicimos compadres de mentiritas, sin antes existir amistad de verdad. Vaya, ni siquiera fuimos compañeros de escuela.
-Pero yo ya le tengo ley de la buena.
-¿Cuál ley compadre? Lo cortés no quita lo valiente… A ver, no es cierto que olvidó el día de mi cumpleaños.
-Pues sí…
-¿Y el día de mi santo?-Pues sí…
-¿Me fue a ver al hospital cuando me enfermé?
-¿Se enfermó? No sabía compa Celedonio…
-El sordo no oye, pero bien que compone. ¿Acaso le llevó un pedazo de pan a mi vieja mientras estaba encamado?
--No piense usted mal. La verdad es que estoy mal de la memoria, pero no de este corazón que bien le aprecia.
-Lo que pasa es que está enfermo del bolsillo.-¿Cómo?
-¿A poco ya no se acuerda que desde hace dos años me debe cien pesos?
-Ya ve. No le digo que ando enfermo de la memoria…
Por José Dávila Arellano.
-No hay más amigo que Dios, ni más pariente que un peso…
-¿Y eso, de “ónde” lo saco compadre Celedonio?
-Ah, pues de un buen libro que leí, compadre Lucio.
Así se iniciaba la conversación del par de compadres en la cantina “Los Tinacales”, antes de pedir la tercera ronda de sus bebidas espirituosas.
-¿Y a qué se debe la mención, “compa”?
-Pues que de ahora en adelante cada quién paga su cuenta –dijo con firmeza Celedonio.
-¡Es que ya no confía en mi compadre Celedonio!- protestó Lucio.
-¿Cómo voy a confiar si siempre tiene a flor de boca una excusa para ni siquiera pagar la propina: “que se le olvidó la cartera, que no ha cobrado su quincena, que le prestó dinero a doña Meche y no se lo ha devuelto, que su señora lo dejó sin un peso mientras dormía, que la próxima vez va por su cuenta y no sé cuántos más pretextos, compadre..?
-Ah qué desconfiado se me ha vuelto usted. Todo lo que me dice que le dije, es cierto, como el oro es oro, y la burra rebuzna a las seis de la mañana.
-El sordo no oye pero bien que lo compone. Pues ya lo sabe compadre Lucio, lo que leí es pura ley si no deseamos perder la amistad.
-¿Es que ya no soy su amigo, “compa” Celedonio?
-Pues bien ha bien visto, “compa” Lucio, pues la mera verdad creo que ya no, y que nomas se aprovecha de mis gentilezas. Piensa mal y acertaras…
-¿Qué, qué dice? ¿Acaso ya no soy su “best friend”?
-Mire, sin que se ofenda, un amigo, lo que se dice un amigo, nace con el tiempo; el que siempre está con usted en las buenas y las malas, codo con codo; el que lo felicita cuando tiene éxito, el que lo consuela en momentos de dolor, el que lo apoya en temporada de vacas flacas, el que no pide prestado sino está cierto de pagar el favor; el que respeta a la mujer ajena.
-Compadre Celedonio, ¿pero que me está diciendo? Acaso yo…
-Espéreme, Lucio, espéreme tantito; más vale gota que dure y no chorro que se acabe, y yo todavía no acabo: amigo es el que visita al enfermo que se lo quiere llevar la calaca; el que le lleva flores al panteón, el que brinda por su alma en Navidad y le desea buena suerte el Año Nuevo. Ese es un amigo compadre ¿Ahora me entiende?
-¡Pero si usted todavía no se ha muerto! Dígame en ¿qué le he fallado?
-Mire, por principio de cuentas ni siquiera nos conocíamos sino es porque mi vieja, que siempre anda de mitotera, me propuso para bautizarle su escuincle. Como quien dice nos hicimos compadres “light”. ¿Para qué tanto brinco estando el suelo tan parejo? Mire Lucio, nos hicimos compadres de mentiritas, sin antes existir amistad de verdad. Vaya, ni siquiera fuimos compañeros de escuela.
-Pero yo ya le tengo ley de la buena.
-¿Cuál ley compadre? Lo cortés no quita lo valiente… A ver, no es cierto que olvidó el día de mi cumpleaños.
-Pues sí…
-¿Y el día de mi santo?-Pues sí…
-¿Me fue a ver al hospital cuando me enfermé?
-¿Se enfermó? No sabía compa Celedonio…
-El sordo no oye, pero bien que compone. ¿Acaso le llevó un pedazo de pan a mi vieja mientras estaba encamado?
--No piense usted mal. La verdad es que estoy mal de la memoria, pero no de este corazón que bien le aprecia.
-Lo que pasa es que está enfermo del bolsillo.-¿Cómo?
-¿A poco ya no se acuerda que desde hace dos años me debe cien pesos?
-Ya ve. No le digo que ando enfermo de la memoria…
Monday, April 06, 2009
ATRACCIÓN FATAL
ATRACCIÓN FATAL
Por José Dávila Arellano
-¡Por Dios, esto es una ratonera!
En efecto, se trata de una trampa, una impresionante marea humana.
Son, cientos y cientos de miles y miles de jóvenes enloquecidos por un concierto al aire libre de música metálica. Tantos, que sería una locura tratar de calcular el número de asistentes.
Es un mar de cabezas; una masa humana presa de oleajes desbocados que presagian una tormenta irremediable.
El estruendo es ensordecedor. Se ha entablado un duelo entre el retumbar de las monumentales bocinas dispuestas por toda explanada y el griterío de la multitud delirante.
Se antoja una guerra sin cuartel en torno a un entarimado iluminado con deslumbrantes haces de luz de reflectores giratorios y fuegos de artificio.
Son rostros enloquecidos, delirantes, ansiosos. Al compás de un juvenil cuarteto que revoluciona la “nueva” música, la muchedumbre no canta, aúlla desbocada al compás de un ritmo que para de cabeza hasta a los más sordos.
¿Los autores? Sólo cuatro jovenzuelos: baterista, pianista y dos guitarristas. Sin embargo, a lo largo de su exitosa gira mundial, como un poderoso imán, atraen desbordadas muchedumbres
Desde la noche anterior, ha arribado una riada de “fans”, pernoctando a cielo abierto en un intento de conquistar la mejor ubicación posible. Todos quieren ser los primeros. Y llegan y llegan y llegan. La peregrinación amenaza con no tener fin. Por doquier se prenden fogatas para atemperar el desplome de la temperatura. Abrigos, bufandas, cobertores, chamarras, suéteres. Todos se protegen como su inventiva les da a entender y resisten estoicos, como inermes soldados defendiendo una trinchera sin fusil.
Después de todo, el concierto justifica cualquier sacrificio.
El amanecer es prometedor y la luz del alba descubre la invasión humana. El espacio está a reventar y no hay sitio para un alma más. No obstante, siguen arribando jóvenes que empujan y empujan hacia el frente hasta compactar el gentío. La trampa se ha cerrado: imposible escapar. Poco a poco, lentamente, uno a uno va quedando inmovilizado. Imposible, siquiera, levantar un brazo.
“¡Por favor, no empujen! ¡No empujen! !Nos van a matar!”
Cuando el sol alcanza el cenit, se corre el telón y estallan las primeras notas musicales, agudas, desequilibradas, rechinantes. Entonces despierta un monstruoso vocerío. Se ha iniciado un indescriptible combate de decibeles.
“¡Calma, tranquillos…!”
La algarabía raya en la locura y el oleaje de rostros plenos de éxtasis y felicidad, se va transformando en ansiedad, histeria y… miedo. Ahora se torna violento, tan violento que apaga las súplicas de auxilio.
“¡No aplasten! ¿Dejen respirar! ¡Basta, basta…!”
En efecto, no se puede respirar. Las olas de cuerpos prensados van y viene sin control. Es un espectáculo dantesco. Una tortura inesperada, un diabólico manicomio.
“¡Piedad, por todos los santos, piedad!”
Demasiado tarde; la estridencia musical impide la escucha de suplicas, lamentaciones, y el rezo de un padrenuestro…
La asfixia emerge siniestra Los más débiles han extraviado su enajenación inicial.
Aplastados, lentamente mueren de pie…
Por José Dávila Arellano
-¡Por Dios, esto es una ratonera!
En efecto, se trata de una trampa, una impresionante marea humana.
Son, cientos y cientos de miles y miles de jóvenes enloquecidos por un concierto al aire libre de música metálica. Tantos, que sería una locura tratar de calcular el número de asistentes.
Es un mar de cabezas; una masa humana presa de oleajes desbocados que presagian una tormenta irremediable.
El estruendo es ensordecedor. Se ha entablado un duelo entre el retumbar de las monumentales bocinas dispuestas por toda explanada y el griterío de la multitud delirante.
Se antoja una guerra sin cuartel en torno a un entarimado iluminado con deslumbrantes haces de luz de reflectores giratorios y fuegos de artificio.
Son rostros enloquecidos, delirantes, ansiosos. Al compás de un juvenil cuarteto que revoluciona la “nueva” música, la muchedumbre no canta, aúlla desbocada al compás de un ritmo que para de cabeza hasta a los más sordos.
¿Los autores? Sólo cuatro jovenzuelos: baterista, pianista y dos guitarristas. Sin embargo, a lo largo de su exitosa gira mundial, como un poderoso imán, atraen desbordadas muchedumbres
Desde la noche anterior, ha arribado una riada de “fans”, pernoctando a cielo abierto en un intento de conquistar la mejor ubicación posible. Todos quieren ser los primeros. Y llegan y llegan y llegan. La peregrinación amenaza con no tener fin. Por doquier se prenden fogatas para atemperar el desplome de la temperatura. Abrigos, bufandas, cobertores, chamarras, suéteres. Todos se protegen como su inventiva les da a entender y resisten estoicos, como inermes soldados defendiendo una trinchera sin fusil.
Después de todo, el concierto justifica cualquier sacrificio.
El amanecer es prometedor y la luz del alba descubre la invasión humana. El espacio está a reventar y no hay sitio para un alma más. No obstante, siguen arribando jóvenes que empujan y empujan hacia el frente hasta compactar el gentío. La trampa se ha cerrado: imposible escapar. Poco a poco, lentamente, uno a uno va quedando inmovilizado. Imposible, siquiera, levantar un brazo.
“¡Por favor, no empujen! ¡No empujen! !Nos van a matar!”
Cuando el sol alcanza el cenit, se corre el telón y estallan las primeras notas musicales, agudas, desequilibradas, rechinantes. Entonces despierta un monstruoso vocerío. Se ha iniciado un indescriptible combate de decibeles.
“¡Calma, tranquillos…!”
La algarabía raya en la locura y el oleaje de rostros plenos de éxtasis y felicidad, se va transformando en ansiedad, histeria y… miedo. Ahora se torna violento, tan violento que apaga las súplicas de auxilio.
“¡No aplasten! ¿Dejen respirar! ¡Basta, basta…!”
En efecto, no se puede respirar. Las olas de cuerpos prensados van y viene sin control. Es un espectáculo dantesco. Una tortura inesperada, un diabólico manicomio.
“¡Piedad, por todos los santos, piedad!”
Demasiado tarde; la estridencia musical impide la escucha de suplicas, lamentaciones, y el rezo de un padrenuestro…
La asfixia emerge siniestra Los más débiles han extraviado su enajenación inicial.
Aplastados, lentamente mueren de pie…
Tuesday, March 24, 2009
CARTA A MI HIJA
CARTA A MI HIJA.
Por José Dávila A.
El tiempo se agota, hija mía.
Ha llegado el momento en que te escriba esta carta. Una carta que siempre he dejado pendiente pensando que aún sobraban años, días y horas, para escribirla. ¡Cuánto tiempo perdido, por Dios!
Tú bien sabes que soy un hombre que no descubre fácilmente sus sentimientos, un hombre de pocas palabras que prefiere expresarse con hechos. Qué equivocación… ¡Ahora me arrepiento mil veces de no decirte una y otra vez a voz en cuello cuánto te quiero!
Todos nacemos, vivimos y morimos. Este cartabón que se repite tenazmente, se llama vida. De las dos primeras ya me complací. Y ahora estoy muy cerca de la última. No hay reclamos ni arrepentimientos. Disfrute de tiempos increíbles, plenos de amor, aventura, tranquilidad, paz, tristeza y armonía. Por supuesto que existieron muchos y dolorosos descalabros. Sin embargo, tuve suerte: Me desenvolví en un mundo sin miedo, sin amenazas, secuestros o ejecutados. Se podía transitar por las calles de día y de noche sin temor alguno. Y sobre todas las cosas, hija mía, se vivía con respeto.
¡Cómo desearía heredarte ese mundo increíble!
Hoy se vive diferente: tienes que estar permanente en guardia. Sin embargo sigue vigente la máxima de que “el que obra bien, bien le va”. Estoy cierto, como jamás lo había estado, que te espera con gran provenir. No lo dudes. Y cuando suceda, no te olvides que te lo dijo tu viejo.
Ya soy hombre grande, bien lo sabes. Mis huesos rechinan, pero mi mente está despierta y mi corazón de león aún ruge y reclama más vida.
Ahora tengo la preciosa oportunidad de dejarte este legado, de mi puño y letra, en donde te heredo mi único tesoro: mi amor inmortal. Porque bien sé y que Dios me perdone, que dondequiera que viaje mi alma siempre estará cuidándote, arropándote, como cuando eras mi niña y se mantendrá en constante vigila durante tu progreso como ser humano.
Hoy eres toda una mujer y una madre ejemplar. En tu yo interno, en diálogo con tu alma, ahora comprendes lo difícil que es educar a los hijos; proporcionarles los principios básicos de una vida recta, honesta, productiva. Quizá sus caprichos o travesuras ya te empiezan a sacar canas y te hierve el estómago cuando les aplicas un castigo.
Sin embargo, ese es el rol que en ocasiones veces tenemos que desempeñar. Educar no es cosa fácil. Nadie nos enseña cómo hacerlo. Se aprende en el camino sin cargar culpas ajenas cuando obras de buena fe. Sin embargo, el gusanillo de la conciencia nos interroga si obramos bien o mal. El secreto es balancear ambas actitudes, porque la una va amarrada a la otra. Si actúas con justicia no hay espacio para el remordimiento. Y un día, llegará la recompensa…porque siempre llega.
Ahora soy un hombre viejo, pero pleno de orgullo de tener una hija ejemplar como tú. Al verte feliz, amorosa, celosa de tu hogar, honrada, responsable, amante de tu esposo, incansable en perseguir las metas que te has propuesto, doy gracias al cielo.
Todo en esta vida, mi amor, se resume en una palabra: actitud.
Mi cuerpo se encorva, pero no la voluntad de vivir. Es una llama que no se extingue porque aún me siento joven y con un inmenso gozo por la vida. No te preocupes por mí hija adorada, porque bien sabes que rechazo la derrota. Sólo Dios dirá la última palabra…
Impaciente, aguardo el día de que nuestras miradas otra vez se encuentren y, por favor, no digas nada si ves que se me escapa. una lágrima…
Tu padre.
Por José Dávila A.
El tiempo se agota, hija mía.
Ha llegado el momento en que te escriba esta carta. Una carta que siempre he dejado pendiente pensando que aún sobraban años, días y horas, para escribirla. ¡Cuánto tiempo perdido, por Dios!
Tú bien sabes que soy un hombre que no descubre fácilmente sus sentimientos, un hombre de pocas palabras que prefiere expresarse con hechos. Qué equivocación… ¡Ahora me arrepiento mil veces de no decirte una y otra vez a voz en cuello cuánto te quiero!
Todos nacemos, vivimos y morimos. Este cartabón que se repite tenazmente, se llama vida. De las dos primeras ya me complací. Y ahora estoy muy cerca de la última. No hay reclamos ni arrepentimientos. Disfrute de tiempos increíbles, plenos de amor, aventura, tranquilidad, paz, tristeza y armonía. Por supuesto que existieron muchos y dolorosos descalabros. Sin embargo, tuve suerte: Me desenvolví en un mundo sin miedo, sin amenazas, secuestros o ejecutados. Se podía transitar por las calles de día y de noche sin temor alguno. Y sobre todas las cosas, hija mía, se vivía con respeto.
¡Cómo desearía heredarte ese mundo increíble!
Hoy se vive diferente: tienes que estar permanente en guardia. Sin embargo sigue vigente la máxima de que “el que obra bien, bien le va”. Estoy cierto, como jamás lo había estado, que te espera con gran provenir. No lo dudes. Y cuando suceda, no te olvides que te lo dijo tu viejo.
Ya soy hombre grande, bien lo sabes. Mis huesos rechinan, pero mi mente está despierta y mi corazón de león aún ruge y reclama más vida.
Ahora tengo la preciosa oportunidad de dejarte este legado, de mi puño y letra, en donde te heredo mi único tesoro: mi amor inmortal. Porque bien sé y que Dios me perdone, que dondequiera que viaje mi alma siempre estará cuidándote, arropándote, como cuando eras mi niña y se mantendrá en constante vigila durante tu progreso como ser humano.
Hoy eres toda una mujer y una madre ejemplar. En tu yo interno, en diálogo con tu alma, ahora comprendes lo difícil que es educar a los hijos; proporcionarles los principios básicos de una vida recta, honesta, productiva. Quizá sus caprichos o travesuras ya te empiezan a sacar canas y te hierve el estómago cuando les aplicas un castigo.
Sin embargo, ese es el rol que en ocasiones veces tenemos que desempeñar. Educar no es cosa fácil. Nadie nos enseña cómo hacerlo. Se aprende en el camino sin cargar culpas ajenas cuando obras de buena fe. Sin embargo, el gusanillo de la conciencia nos interroga si obramos bien o mal. El secreto es balancear ambas actitudes, porque la una va amarrada a la otra. Si actúas con justicia no hay espacio para el remordimiento. Y un día, llegará la recompensa…porque siempre llega.
Ahora soy un hombre viejo, pero pleno de orgullo de tener una hija ejemplar como tú. Al verte feliz, amorosa, celosa de tu hogar, honrada, responsable, amante de tu esposo, incansable en perseguir las metas que te has propuesto, doy gracias al cielo.
Todo en esta vida, mi amor, se resume en una palabra: actitud.
Mi cuerpo se encorva, pero no la voluntad de vivir. Es una llama que no se extingue porque aún me siento joven y con un inmenso gozo por la vida. No te preocupes por mí hija adorada, porque bien sabes que rechazo la derrota. Sólo Dios dirá la última palabra…
Impaciente, aguardo el día de que nuestras miradas otra vez se encuentren y, por favor, no digas nada si ves que se me escapa. una lágrima…
Tu padre.
Friday, March 06, 2009
NUBARRONES NEGROS
NUBARRONES NEGROS
Por José Dávila A.
El mundo entero es rehén de la debacle financiera.
Analistas reconocen que la crisis económica que vio la luz a fines del 2008, ha emergido despiadada en el primer trimestre del presente año y auguran que, si nos va bien, se darán conatos de recuperación hasta diciembre próximo.
Tal se puede reafirmar, amigo mío, después de resumir la información que acapara los titulares de la prensa, radio y televisión, que por su obvia naturaleza provoca incertidumbre, preocupación y una buena dosis de angustia. La época en la cual pastaban tranquilas las vacas gordas, ha concluido.
Así pues, día a día nos ametrallan malas noticias. Veamos:
“Depresión bursátil; el mercado retrocede antes los temores de que se agudice la crisis global”. “Se desploma el índice de confianza del consumidor”. “El Down Jones en la montaña rusa”. “Subasta de dólares para dar certidumbre a las operaciones financieras”. “Revelaciones de estafas en Wall Street”. “Más de cinco millones de trabajadores desempleados”. “Caen acciones de Citigroup, la otrora entidad financiera más grande del mundo”. “Se pierden utilidades; 32.5% en los bancos”. “Preocupante aumento de la cartera vencida”. “La Bolsa de Nueva York cae a su índice más bajo”. “Se elevan las tasas de desempleo”. “Paros nacionales de trabajadores”. “Galopante carestía en productos básicos”. “Demanda generalizada de alza de salarios”. “El dólar se encarece; el euro le gana”. “Estampida de precios a la alza”. “Proliferación de la delincuencia organizada; aumentan los secuestros, y las ejecuciones”. “Funcionarios corruptos de cuello blanco, desenmascarados”. “Danza de millones de dólares para frenar especulaciones”. “La industria automotriz en riesgo; demanda rescate financiero”.
Y apenas es el principio…
¡Sólo falta que el cielo nos caiga encima…!
Por José Dávila A.
El mundo entero es rehén de la debacle financiera.
Analistas reconocen que la crisis económica que vio la luz a fines del 2008, ha emergido despiadada en el primer trimestre del presente año y auguran que, si nos va bien, se darán conatos de recuperación hasta diciembre próximo.
Tal se puede reafirmar, amigo mío, después de resumir la información que acapara los titulares de la prensa, radio y televisión, que por su obvia naturaleza provoca incertidumbre, preocupación y una buena dosis de angustia. La época en la cual pastaban tranquilas las vacas gordas, ha concluido.
Así pues, día a día nos ametrallan malas noticias. Veamos:
“Depresión bursátil; el mercado retrocede antes los temores de que se agudice la crisis global”. “Se desploma el índice de confianza del consumidor”. “El Down Jones en la montaña rusa”. “Subasta de dólares para dar certidumbre a las operaciones financieras”. “Revelaciones de estafas en Wall Street”. “Más de cinco millones de trabajadores desempleados”. “Caen acciones de Citigroup, la otrora entidad financiera más grande del mundo”. “Se pierden utilidades; 32.5% en los bancos”. “Preocupante aumento de la cartera vencida”. “La Bolsa de Nueva York cae a su índice más bajo”. “Se elevan las tasas de desempleo”. “Paros nacionales de trabajadores”. “Galopante carestía en productos básicos”. “Demanda generalizada de alza de salarios”. “El dólar se encarece; el euro le gana”. “Estampida de precios a la alza”. “Proliferación de la delincuencia organizada; aumentan los secuestros, y las ejecuciones”. “Funcionarios corruptos de cuello blanco, desenmascarados”. “Danza de millones de dólares para frenar especulaciones”. “La industria automotriz en riesgo; demanda rescate financiero”.
Y apenas es el principio…
¡Sólo falta que el cielo nos caiga encima…!
Tuesday, February 24, 2009
LOS FATAMAS
LOS FANTASMAS>> Por José Dávila A.>>> Sí, era un payaso, un payaso joven...>> Se disfrazaba con una peluca de largos rizos rojos. Su cara estaba> pintada de blanco con la clásica nariz de bola roja; gruesas cejasde> color negro, círculos azulados en las mejillas, y una boca negra y> amarilla dibujándole una colosal sonrisa de oreja a oreja. Vestíaun> saco holgado de cuadros morados y blancos; camisa rosa con lunares> morados y corbatín de moño de seda rojo; un pantalón verde conrayas> naranjas, zancón y con cintura suelta enganchada de tirantesnegros;> un par de zapatos blancos de voluminosa puntera rojinegra,idénticos> a los que usaba su tío Ignacio en el circo de arrabal.>> Cuando se prendía la luz roja del semáforo, él se aparecía frente a> los coches. Rápido, con saltos grotescos, intentaba capturar la> atención de los malhumorados automovilistas.>> Bajo aquella atrevida indumentaria se escondía un cuerpo fuerte,> duro, atlético. Torso expandido, cuello de tronco, brazos de hierroy> piernas que eran dos columnas de granito. Cuando en el gimnasio se> ejercitaba frente al espejo, los músculos le brincaban conasombrosa> facilidad a lo largo y ancho de toda su humanidad. Largas horas, el> payaso, le dedicaba al levantamiento de pesas.>> En el barrio de Nativitas le apodaban "El Monstruo" y en la casalo> llamaban Luis Ángel. Hijo único, de 21 años de edad, luego de> reprobar la escuela preparatoria, se negó a seguir estudiando y se> convirtió aprendiz de mecánica en el pequeño taller de coches que> tenía su padre. Sin embargo, según él, se preparaba para ser galánde> cine. Las tareas automotrices las compaginaba con las visitas al> gimnasio, en donde hacía cuerpo para lucir bien en la pantalla. Sin> embargo, el sueldo de principiante era bajo y la jornada agotadora.> Pronto se hartó de hacer "talachas".>> –Estudias o trabajas. ¡En esta casa no quiero vagos! –advirtió> tajante el padre.>> –Pues ni lo uno ni lo otro –respondió mandón el hijo y agarrócamino> para los estudios de cine, convencido de trabajar en la primera> película que le propusieran.>> Luego de largos meses de desilusión y fracaso en el mundo> cinematográfico, su presentación artística fue en la esquina de> Puente de Alvarado y Guerrero, céntrico y conflictivo crucero vialen> donde se le escapaba la existencia.>> Lanzando pelotitas al aire, haciendo magia con un viejo sombrero de> fieltro gris, y desapareciendo el as de espadas bajo el sobaco, sin> saberlo, empezó a conformarse, a perderse todos los días en oleadas> de automóviles y transeúntes estresados.>> Nubes de humo, calores asfixiantes y olores podridos, le envolvían.> Entre gritos, maldiciones y bocinazos, extraviaba la identidad. En> cada alto del semáforo, ofrecía su actuación, plana y breve.>> Nadie le aplaudía ni se reía; menos aún, le veía de verdad. Luis> Ángel era un fantasma en un escenario gris, cruento y mundano. Sin> embargo, luego de tres o cuatro horas de tráfago, alcanzaba areunir> algunos pesos.>> Después de todo a Luis Ángel no le iba tan mal: no madrugaba, no> cambiaba mofles ni parchaba llantas; no checaba tarjeta, no tenía> jefe ni pagaba impuestos al fisco. Feliz de la vida, cumplido el> horario, se iba al gimnasio a pulir figura, a forjar volumen, sin> importarle que doña Meche, la cocinera de la fonda de don Erasto,> diario le echara en cara:>> -Vergüenza te debía de dar Luis Ángel: ¡tan joven y aventando> pelotitas en la esquina! Prefieres hacerla de cirquero que buscarte> un trabajo de verdad. ¿De qué te sirve lo garrudo?>> -Usted no sabe nada doña Meche, ya está antigua –respondía> indiferente el payaso.>> En la esquina opuesta, en el jardín de San Fernando, todas las> mañanas tres mujeres otomíes, bajo la sombra de un árbol, sesentaban> a platicar, a coser muñecas de trapo, a ver pasar el día, y a comer> pedazos de zanahorias tiernas. Marcaban su territorio con bolsas de> ropa vieja, pedazos de pan duro, cacharros de cocina, mamilas,> sonajas, y juguetes rotos para entretener a la chamacada.>> Sin preocupación, la vida les pasaba por encima. De la primera> indígena, un bebé mamaba de un seno agotado; de la segunda, un> chiquillo sucio y moquiento dormía sobre el faldón; de la tercera,> dos de sus chamacos culebreaban entre los automóviles.>> El mayor, acaso siete años de edad, como robotito, pedía para una> torta. La menor, una niña de escasos cinco años, con el moco defuera> y un pedacito de franela, tan pequeño como su corazón, simulaba> limpiar el espejo lateral de los coches y pedía para el refresco.>> Ellos también eran fantasmas de la gran ciudad; fantasmas con la> niñez robada, con la identidad perdida y la ilusión secuestrada.Era> difícil atenderles y fácil negarles la caridad.>> En tanto, al otro lado del crucero, el joven payaso se echaba los> pesos a la bolsa.>> Cansado de limosnear en vano, el chiquillo tomó de la mano a la> hermana y la llevó bajo la fronda del árbol. Buscó rápido en una de> las bolsas y sacó un cartoncito con pastillas de pintura de agua.> Seguro de sí, primero escupió sobre la roja, luego sobre la negra,y> después sobre la blanca, la amarilla y la azul. A continuación tomó> un pincel mocho, para restregarlo en las pastillas hasta sacarcolor.> Se acercó al rostro de la niña y le empezó a pintar: las cejas> negras, la nariz y los cachetes rojos y la boca azul, blanca y> amarilla.>> -¿Pa' qué me pintas?–preguntó.>> Señalando al payaso, le respondió: "Pa' que de grande seas como ély> ganes mucho dinero...".>> Luego, teniendo por espejo la ventanilla de un automóvil, éltambién> se pintó las cejas negras, la nariz y los cachetes rojos, y la boca> azul, blanca y amarilla.>
Monday, February 09, 2009
MEMORIAS DEL PASADO
MEMORIAS DEL PASADO
Por José Dávila Arellano.
En mi casa no hay televisión, ni control remoto. Tampoco X Box, ni computadora y por consecuencia imposible soñar con internet. De igual manera se carece de un iPod, consola de “cidis”, celular, cámara digital, y mucho menos un Home Theather.
Nada de nada. Vaya, ni siquiera un triste teléfono de mesa. Sin embargo, se vive bien…
Sólo existe un radio sobre una mesita de la recámara. Es un radio austero: un cajón de madera barnizada, una bocina oculta tras una tela de terciopelo carmesí, de pequeño cuadrante y dos perillas: una para calibrar el sonido y la otra para controlar el dial que sintoniza tan sólo tres estaciones radiofónicas.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento. Tiempos en los que se prevalece un cielo azul inmaculado, tiempos en donde se convive con respeto y decencia; tiempos en que se puede jugar en la calle o caminar a altas horas de noche sin temor alguno. Tiempos sin presiones, ni premuras ni depresiones ni calamidades ni amenazas ni secuestros o ejecuciones.
El aparato es un lujo que se permitió mi padre con dos propósitos: tener acceso a las noticias y como vínculo de unión familiar entorno a una programación que se concentra la mayor parte del día en escuchar música clásica y por la noche, programas de acción y de miedo.
Mi hermano y yo, por supuesto que nos abstenemos de prenderlo durante el día: la música de “buen gusto”...aburre. Sin embargo, por la noche, ya en cama, las circunstancias son diferentes.
¿Los programas preferidos?: las aventuras de Carlos Lacroix y su secretaria Margot, mujer de hierro que siempre obedece el mandato de su jefe investigador. “¡Dispara, Margot, dispara!” Y dispara sin perder tino. ¡Qué maravilla!
Cosa distinta resulta escuchar las narraciones de miedo del “Monje Loco” o “La Momia”: siniestros relatos con fondo de impactante música de órgano, aullidos de lobo, risas cavernosas y un chirriante arrastrar de cadenas, que nos hace temblar debajo de las cobijas, pero con la oreja siempre atenta al desenlace de la historia.
Época del despertar a la vida y poner los ojos en las niñas quinceañeras con faldas hasta los tobillos. Días inciertos que hacen latir fuerte el corazón y provocan relámpagos de intranquilidad. Miradas desmayadas que se evaden cuando topan con la jovencita que ya nos roba el sueño. Pánico de tocar su mano y fugaz placer cuando tímido le tomas por el brazo para atravesar la calle. El contacto de su tersa piel, estremece y deseas que perdure para siempre. ¿Declararle tu amor? ¡Imposible! La simple idea aterra, porque no sabes cómo empezar cuando la boca se seca atenazada por los nervios. Entonces, cómplices los dos, inician un secreto intercambio epistolar a través de una tercera persona.
Amores platónicos, amores escondidos, amores que duelen. Dudas que asaltan y maniatan sentimientos en flor. Y ella también es presa de la inquietud, de revelar su impaciencia. La sola idea espanta…
Armarte de valor, cuesta mucho trabajo. La sombra del rechazo amordaza y te prometes en vano que le declararás tu amor al día siguiente. Y cuando llega la hora de la verdad, retrocedes y postergas. Y así pasan los días, las semanas, hasta que por fin, tartamudeando confiesas y temes la respuesta.
Una tímida aceptación te sorprende, te hace volar a las nubes y te dispara el insomnio al pensar en darle el primer beso. Ella, nerviosa, lo desea y aguarda. “¿Cuándo, cuándo será?”, se preguntan los dos en silencio. “¿Acaso pecaremos?”
Es el hombre quien debe tomar la iniciativa, la mujer ¡nunca!
¿Cómo resolver el problema? Se requiere una buena dosis de valor. Decisión es lo que falta.
Al fin encuentras una solución: pedírselo por escrito. Retorno a los recados secretos. Ella lo abre y lee. Se ruboriza y con la mirada clavada en el suelo, acepta.
Tímido te acercas; ella cierra los ojos, levanta el rostro y abre sus delicados labios. El primer beso lo consumas…en su mejilla.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento.
Por José Dávila Arellano.
En mi casa no hay televisión, ni control remoto. Tampoco X Box, ni computadora y por consecuencia imposible soñar con internet. De igual manera se carece de un iPod, consola de “cidis”, celular, cámara digital, y mucho menos un Home Theather.
Nada de nada. Vaya, ni siquiera un triste teléfono de mesa. Sin embargo, se vive bien…
Sólo existe un radio sobre una mesita de la recámara. Es un radio austero: un cajón de madera barnizada, una bocina oculta tras una tela de terciopelo carmesí, de pequeño cuadrante y dos perillas: una para calibrar el sonido y la otra para controlar el dial que sintoniza tan sólo tres estaciones radiofónicas.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento. Tiempos en los que se prevalece un cielo azul inmaculado, tiempos en donde se convive con respeto y decencia; tiempos en que se puede jugar en la calle o caminar a altas horas de noche sin temor alguno. Tiempos sin presiones, ni premuras ni depresiones ni calamidades ni amenazas ni secuestros o ejecuciones.
El aparato es un lujo que se permitió mi padre con dos propósitos: tener acceso a las noticias y como vínculo de unión familiar entorno a una programación que se concentra la mayor parte del día en escuchar música clásica y por la noche, programas de acción y de miedo.
Mi hermano y yo, por supuesto que nos abstenemos de prenderlo durante el día: la música de “buen gusto”...aburre. Sin embargo, por la noche, ya en cama, las circunstancias son diferentes.
¿Los programas preferidos?: las aventuras de Carlos Lacroix y su secretaria Margot, mujer de hierro que siempre obedece el mandato de su jefe investigador. “¡Dispara, Margot, dispara!” Y dispara sin perder tino. ¡Qué maravilla!
Cosa distinta resulta escuchar las narraciones de miedo del “Monje Loco” o “La Momia”: siniestros relatos con fondo de impactante música de órgano, aullidos de lobo, risas cavernosas y un chirriante arrastrar de cadenas, que nos hace temblar debajo de las cobijas, pero con la oreja siempre atenta al desenlace de la historia.
Época del despertar a la vida y poner los ojos en las niñas quinceañeras con faldas hasta los tobillos. Días inciertos que hacen latir fuerte el corazón y provocan relámpagos de intranquilidad. Miradas desmayadas que se evaden cuando topan con la jovencita que ya nos roba el sueño. Pánico de tocar su mano y fugaz placer cuando tímido le tomas por el brazo para atravesar la calle. El contacto de su tersa piel, estremece y deseas que perdure para siempre. ¿Declararle tu amor? ¡Imposible! La simple idea aterra, porque no sabes cómo empezar cuando la boca se seca atenazada por los nervios. Entonces, cómplices los dos, inician un secreto intercambio epistolar a través de una tercera persona.
Amores platónicos, amores escondidos, amores que duelen. Dudas que asaltan y maniatan sentimientos en flor. Y ella también es presa de la inquietud, de revelar su impaciencia. La sola idea espanta…
Armarte de valor, cuesta mucho trabajo. La sombra del rechazo amordaza y te prometes en vano que le declararás tu amor al día siguiente. Y cuando llega la hora de la verdad, retrocedes y postergas. Y así pasan los días, las semanas, hasta que por fin, tartamudeando confiesas y temes la respuesta.
Una tímida aceptación te sorprende, te hace volar a las nubes y te dispara el insomnio al pensar en darle el primer beso. Ella, nerviosa, lo desea y aguarda. “¿Cuándo, cuándo será?”, se preguntan los dos en silencio. “¿Acaso pecaremos?”
Es el hombre quien debe tomar la iniciativa, la mujer ¡nunca!
¿Cómo resolver el problema? Se requiere una buena dosis de valor. Decisión es lo que falta.
Al fin encuentras una solución: pedírselo por escrito. Retorno a los recados secretos. Ella lo abre y lee. Se ruboriza y con la mirada clavada en el suelo, acepta.
Tímido te acercas; ella cierra los ojos, levanta el rostro y abre sus delicados labios. El primer beso lo consumas…en su mejilla.
Son tiempos tranquilos, tiempos en que las horas discurren lento.
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